un presidente cínico declaró alguna vez: “La corrupción somos todos”. Naturalmente, no entró en detalles sobre sus propios delitos, ni se presentó a confesarlos ante el ministerio público. Su propósito era obvio: Culpabilizar a la sociedad y lavarse las manos con esa declaración demagógica.
Una demagogia eficaz, desgraciadamente. La sociedad tiene sentimientos ambiguos sobre este punto. Se siente víctima, pero también cómplice, bajo el sofisma de que dar una mordida es lo mismo que recibirla. Como si el poder de ambas partes fuera igual. Como si la corrupción fuera siempre un acto de seducción del ciudadano, nunca una extorsión de la autoridad. Como si el deber ciudadano fuera negarse a pagar el rescate de un hijo secuestrado, aunque lo maten, para tener el derecho a exigir que las autoridades acaben con los secuestros. Como si la solución realista y práctica fuera tan simple como eso: Que ningún ciudadano ceda a la extorsión.
Estas ambigüedades de la sociedad son otra forma del llamado síndrome de Estocolmo. Muchos secuestrados llegan a identificarse con los secuestradores y hasta justificarlos. Muchas mujeres asaltadas y violadas se sienten culpables. Lo cual es olvidar un pequeño detalle: Quién podía matar a quién.
El gobierno del Distrito Federal y el federal iniciaron casi al mismo tiempo programas contra la corrupción de los ciudadanos. En el D.F. se pasaron leyes y se instalaron cámaras de video que permitieron arrestar el 11 de febrero al primer ciudadano sorprendido dando una mordida, con gran despliegue de prensa. Las cámaras de vigilancia son tan pocas y tan fácilmente eludibles que el propósito es obvio. No se trata de acabar con la mordida, sino con las quejas por la mordida. Abundan las denuncias. Sabiendo que la gente tiene miedo o desánimo de presentar denuncias que no conducen a nada (o a represalias de las autoridades), es significativo que no se llame a la prensa para mostrar el desenlace positivo de cada una, lo cual las multiplicaría y haría más fácil la limpia de abusivos. Por el contrario, se llama a la prensa para desanimar a los que denuncian. No insistas en quejarte de las mordidas, si las pagas, porque ahora, además puedes ir a la cárcel.
Por su parte, la Contraloría federal (ahora Secretaría de la Función Pública) lanzó una “Caja de herramientas contra la corrupción” que incluye un “corruptómetro”. Pero no se trata de una “herramienta” para evaluar a las autoridades y facilitar el castigo de la corrupción. Se trata de un “Test de autoevaluación” para convencer a los ciudadanos de que no son corruptos. Si la Contraloría hizo pruebas del “corruptómetro”, ya sabe que los ciudadanos van a salir reprobados. ¿Para qué sirve eso? Para que no se quejen.
Si estas campañas no son tontas ni cínicas, hay que suponer algo desolador. Que los que quieren acabar con la corrupción no saben qué hacer, ya tiraron la toalla y se ponen a salvo, lavándose las manos. La sociedad secuestrada por las autoridades corruptas es la culpable de la corrupción.
Pero la corrupción nace del poder, no de la impotencia. Su origen es político, no social, no genético. Proviene de autoridades que así lo deciden. Tiene principio y puede tener fin. En estructuras de muy pequeña escala, el principio y el fin dependen de una sola persona. El problema es distinto en las estructuras burocráticas. Si alguien logra tener un feudo dentro de una burocracia, puede imponer ahí lo bueno o lo malo. Si impone lo malo, no es posible acabar con la corrupción de su feudo mientras lo tenga. Si impone lo bueno, será vulnerable a las acusaciones de que tiene un feudo: Y hasta es posible que lo acusen de corrupto, para sacarlo si estorba a los que quieren imponer lo malo. Y no es fácil saber lo que está pasando. ¿Cómo distinguir una gloriosa reforma, un admirable desarrollo organizacional, un eficiente cambio de sistemas de una simple lucha entre facciones que se disputan el poder?
Ahí está la esencia del problema, no en los genes de una raza inferior, ni en los usos y costumbres de una sociedad corrupta. Es absolutamente imposible limpiar una estructura burocrática sin ganar una lucha interna. No basta con la titularidad del poder. Cuando los buenos nos quieren convencer de que los malos son los ciudadanos, manifiestan su derrota contra las mafias que no lograron expulsar. En vez de apoyarse en los ciudadanos que denuncian, premiarlos y fomentar decididamente la transparencia, se lanzan contra la sociedad.