Últimamente en el mundo hay una especie de manía por utilizar palabras amables para nombrar realidades desagradables o terribles o dramáticas. Es como si al nombrarlas bonito desapareciera por arte de magia la dura verdad. Por varios años pensé que ésa era una especialidad del pueblo mexicano.
Digo, pocos como nosotros para disfrazar diversos aspectos de nuestra vida con palabras lindas (no decimos que es un acto de corrupción, decimos que se trata de un “arreglo”; no decimos que es ilegal, decimos que es “chocolate”; no decimos que lo cesaron, decimos que le aceptaron su renuncia; no decimos que es un ratero, decimos que se trata de enriquecimiento inexplicable; etcétera).
Sin embargo, de un tiempo acá el gobierno norteamericano nos ha dado cátedra (la invasión a Iraq fue llamada guerra; sus afanes de expansión imperialista fueron llamados “guerra preventiva”, los asesinatos por error entre sus filas se nombraron “fuego amigo”). No son los únicos, claro, ni sólo utilizan este lenguaje en cuestiones de guerra; también lo prefieren otros países ricos y lo usan para referirse a asuntos económicos (otra forma de guerra). Así, pasamos de ser países pobres a ser países del “tercer mundo”, luego “países subdesarrollados”, más tarde “países en desarrollo” y más recientemente “países menos avanzados”.
El problema es que entre estos países hay muchos pueblos que, como el nuestro, saben muy bien de ese lenguaje enmascarado y hay muchos otros que saben que pobreza es simple y dramáticamente eso y ni unos ni otros están dispuestos a que les sigan dorando la píldora (¿vieron que bonita forma de no decir: que los sigan haciendo tarugos?).
Para cuando escribo estas líneas, la Quinta Reunión de la OMC que se celebra en Cancún aún no ha terminado, pero si algo ha quedado claro es que cada vez hay más personas enojadas y hartas de ser las eternas desposeídas (lindamente les bautizaron como globalifóbicos).
Quedó claro asimismo, que hay cada vez más personas que, también hartas, cuestionan profundamente el modelo económico y ponen sobre la mesa de discusión no sólo su reflexión y sus argumentos sino también sus propuestas para hacer de la globalización no necesariamente una debacle para países pobres (a éstos amablemente se les llama globalicríticos).
Entre unos y otros se juntaron en Cancún más de mil Organizaciones No Gubernamentales con 3 mil agremiados, registrados todos ante la OMC, más unas 4 mil personas no registradas representando a diversas agrupaciones. No son pocas, desde luego, pero son apenas una mínima parte de los muchos habitantes de países pobres que, desde la Tercera Reunión celebrada en Seattle en 1999, han venido diciéndole a los poderosos que no están dispuestos a seguir siendo los eternos sacrificados.
Y es que en Cancún ocupó el primer plano un tema “sensible”. Me refiero al del sector agrícola, donde los países pobres han pagado los platos rotos (otra linda frase) y donde los países ricos sólo ven “daños colaterales” (amables palabras para decir que el desastre es manejable porque el tiradero no está en su casa). Hasta donde entiendo, los países ricos quieren que se abran las puertas del comercio mundial, pero teniendo ellos el lado amplio del embudo (seguimos con las palabras lindas).
Exigen que se apliquen condiciones iguales, pero protegen con subsidios y otras medidas a sus productos agrícolas, al tiempo que empujan a los “países menos avanzados” a permitir el libre comercio. ¿Que estas medidas hasta ahora sólo han propiciado que los países pobres sean más pobres? “Daños colaterales”. ¿Que la política de subsidios agrícolas propicia que en países pobres millones de campesinos se mueran de hambre? “Daños colaterales”.
Y sólo por curiosidad ¿a cuánto ascienden esos “daños”? Según la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) la participación de los “países en desarrollo” en el comercio mundial de alimentos está igual que hace 20 años (a cerca del 27%). En cambio, hemos incrementado nuestras importaciones de alimentos en 60 por ciento. Y es que debido a los subsidios que entregan a sus agricultores los países ricos -Estados Unidos y la Unión Europea, principalmente-, los nuestros no tienen manera de competir, pues muchas veces un producto se vende por debajo incluso de su valor de producción. Lo peor es que en los países ricos la agricultura sólo emplea al 5 por ciento de su fuerza de trabajo y aportan apenas el 2 por ciento a su Producto Interno Bruto (PIB); pero en los países pobres el sector llega a representar el 70 por ciento de su fuerza de trabajo y participa con el 36% del PIB.
Esto explica que en Cancún se hayan reunido productores de 33 países exigiendo que se ponga fin a los subsidios y otras medidas arancelarias que sólo arrojan números rojos del lado de los pobres.
El mensaje que los países ricos no quieren oír es simple: Si así van a seguir, entonces vamos globalizando los daños colaterales. Suena amable ¿no?
Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com