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De la oralidad a la imagen. ¿Y el libro?

Laura Orellana Trinidad

A fines del siglo XIX, cundió en Europa una rara epidemia, prácticamente erradicada un siglo después. Se le llamaba entonces la “fiebre lectora” y el historiador Reinhard Wittmann recogió los síntomas que experimentaban aquellas personas que sufrían el padecimiento de una publicación datada en 1796: “lectores y lectoras de libros que se levantan y acuestan con el libro en la mano, que se sientan con él a la mesa, que no se separan de él durante las horas de trabajo, que se hacen acompañar por el mismo durante sus paseos y que son incapaces de abandonar la lectura una vez comenzada hasta haber concluido (...) en cuanto han engullido la última página de un libro, buscan afanosos dónde procurarse otro (...). Ningún aficionado al tabaco, ninguna adicta al café, ningún amante del vino, ningún jugador depende tanto de su pipa, de su botella, de la mesa de juego o del café como estos seres ávidos de lectura dependen de sus legajos”.

De hecho, la “edad de oro” del libro se dio en Europa desde fines del siglo XIX hasta las dos primeras décadas del XX, debido a dos condiciones: por un lado, la alfabetización masiva en países como Inglaterra, Francia y Alemania en los que, para la década de 1890, se logró que el 90% de la población leyera; la otra seguramente ustedes ya la intuyeron: fue el momento en que el libro no tuvo que competir con otros medios de comunicación. Luego llegarían el cine, la radio y la televisión.

Esto explica, quizá, que por razones históricas el libro no llegó a posicionarse como una “fiebre” en nuestro país antes de la llegada de los medios electrónicos. En 1895, según el historiador González Navarro, sólo el 14% de la población sabía leer y escribir. Para 1920, la cifra había aumentado apenas al 20%. Ya entonces se levantaban carpas de cine en muchísimos pueblos y en 1921, las primeras estaciones radiofónicas experimentales lanzaron sus ondas, colocándose rápidamente en el gusto de la gente, como luego lo fue la televisión décadas después. Pasamos de una cultura oral a la de los medios electrónicos, soslayando a la lectura.

El dato que en el 2002 proporcionó la Cámara Nacional de la Industria Editorial resulta revelador: los mexicanos leemos en promedio 1.2 libros al año, mientras que en países como Canadá, Francia y Australia el índice es de 20 anuales. Por supuesto, en diversas pruebas en las que han participado jóvenes mexicanos de 15 años a nivel internacional, como la que aplicó la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, tanto en el 2000 como en el presente, nuestro país ocupó uno de los últimos puestos.

Hay otras razones por las cuales no leemos. Una es la que arguye Felipe Garrido, un experto en la pedagogía de la lectura. Éste señala que existe una confusión entre estudiar y leer, problema con el que cargan muchos maestros y autoridades educativas a las aulas y programas escolares, respectivamente. Antes de estudiar, se debe gozar de lectura, recrearse con ella, divertirse, apasionarse. En pocas palabras, sentir el “furor” de aquellos hombres y mujeres decimonónicos que no soltaban en ningún momento su libro. Antes de llegar a la escuela, debemos tener la certeza de que la lectura de un cuento ocasiona más placer que un programa de televisión, por más increíble que parezca hoy en día. El libro desata nuestra imaginación y como lectores nos vemos “forzados” a cooperar con el autor y a realizar incluso operaciones con un alto grado de sofisticación, porque tenemos que representarnos aquello que sólo aparece como un conjunto de signos en blanco y negro.

Las imágenes se nos muestran difusas, no adquieren determinación alguna. Mi Guillermo de Baskerville, personaje central de “El nombre de la rosa”, no tenía el rostro de Sean Connery, ni seguramente el de nadie que leyó el mismo libro. Es más, no tenía un rostro particular o un cuerpo que pudiera detallar de modo específico, pero era “mi” Guillermo de Baskerville. Daniel Radcliffe sin duda es un simpático actor, pero no me gusta tenerlo en la mente cada vez que me asomo a los libros de Harry Potter. Dice Wolfgang Iser, un estudioso del proceso de lectura, que nuestras imágenes mentales no tienden a hacer vivir físicamente a los personajes de novela, aún cuando se nos describan de manera detallada. Los personajes leídos no cesan de transformarse durante la lectura: los matizamos, por ejemplo, cuando presentan comportamientos inesperados. Por el contrario, la imagen visual empobrece nuestra recreación. Dicho en palabras de Iser: “La versión filmada de una novela neutraliza la actividad de composición propia de la lectura. Todo puede ser percibido físicamente sin que yo tenga nada que aportar ni que los sucesos requieran mi presencia”.

De ahí que la lectura desarrolla el pensamiento abstracto, la comprensión, la elaboración de razonamientos, la imaginación, la crítica. Y todo ello nos prepara para estudiar y aprender en el sistema educativo. Sin la lectura, resulta imposible. Baste un ejemplo: un profesor de secundaria encontró que algunos estudiantes reprobaban los exámenes porque les daba flojera leer las instrucciones. Así de simple.

No se trata de calumniar a los medios electrónicos. ¿Qué seríamos sin ellos? Seres humanos completamente distintos: el lenguaje visual tiene sus particularidades y exige el desarrollo de otro tipo de destrezas; la cuestión es que no hemos sabido integrar el libro al conjunto. La radio sufrió una fuerte sacudida cuando llegó la televisión, lo mismo que el cine, pero en pleno siglo XXI siguen gozando de cabal salud: las personas prenden la radio al hacer sus quehaceres, en el automóvil, cuando sucede algo grave; oprimen el “control” de la televisión para descansar del trabajo y van al cine el fin de semana o rentan películas para verlas en casa. ¿Y el libro? ¿dónde quedó? ¿qué lugar ocupa? ¿sólo se les toca en la escuela? Jamás llegaremos a ser así un país de lectores.

Por eso las ferias del libro tienen su razón de ser. No tenemos una como la de Guadalajara o Monterrey, pero sólo nosotros podemos hacerlas crecer. Si nos divertimos y gastamos nuestro dinero en la feria de Torreón, ¿no podremos entretenernos en la del libro? Ojalá que sí. Pongamos el libro a la altura, por lo menos, de los medios electrónicos. Se lo merece.

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