La que usaba diariamente ese hombre que fue muy feliz.
La usaba todos los días, la lavaba al anochecer, la ponía a secar, y por la mañana la planchaba y la volvía a usar.
La tela era de un origen desconocido.
Los colores nunca perdían sus tonos apastelados.
Y él mismo decía que lo ayudaba en todo, que le daba primero comodidad y luego, mientras resolvía los problemas del día, con sus dedos tocaba alguna parte de la prenda lo que le daba sosiego y esto le provocaba bienestar para decidir bien.
Un día, a uno de sus seres queridos le confíó el secreto.
Y le dijo:
“Desde muy joven empecé, con mi prudencia y lo que yo consideraba como sensatez, a tejer mi propia camisa.
No la quise que fuera de tela que encogiera y me causara incomodidad, sino que fuera un tanto holgada y por ende cómoda.
La fui elaborando con mucha paciencia y con mucho cariño.
Es ella la que me hace ver bien, aunque haya pasado el tiempo, y sintiéndola me considero no sólo protegido sino capaz de emprender las más diversas empresas.
Me han querido lastimar los celos y las envidias de otros, pero la camisa me protege.
Me ha querido golpear la vida misma con sus avatares.
Por eso, hoy que eres joven, que tienes un mundo por delante, empieza a confeccionar tu propia camisa, y si haces un buen trabajo te durará toda la vida y mucho te servirá y te ayudará.
Hoy que eres estudiante no pierdas el tiempo.
Mañana que seas profesionista que tu inteligencia te ayude a tener capacidad de resolver bien todo.
Se justo con los demás, prudente en tus actos, honesto contigo mismo y con los demás.
La camisa se irá bordando sola, sin tú notarlo...Y te acompañará mientras vivas.
Y dicho lo anterior, el hombre de la camisa feliz juntó sus manos, entrelazó sus dedos y se puso a mover suavemente su silla mecedora, mientras en su rostro se reflejaba la paz y el sosiego.