A nada bueno conducen.
Ésas eran las palabras de don Rafael Canales, aquel hombre sabio de nuestro pueblo con el que desde muy niños aprendimos a arar la tierra y a encontrar la belleza y la paz del campo.
Íbamos con él más allá de “El Melao” donde estaban sus tierras.
Llegábamos, instalábamos el campamento alrededor del carro de mulas, y luego él se dedicaba a planear lo que había qué hacer.
Calculaba muy bien el tiempo ideal para limpiar la tierra y prepararla para recibir la semilla.
Cada amanecer, antes de iniciar las tareas, nos explicaba lo que se haría.
Y remataba cada plática con las mismas palabras:
Las cosas deben hacerse a tiempo, y sin prisas, los resultados vendrán solitos.
Y era cierto, la siembra era de temporal. Quedaba todo sujeto a los designios del Señor, pero eran tiempos en que llovía casi con regularidad programada.
Esos tiempos ya se fueron, como se fue todo lo bueno de esta vida.
Naturalmente que todo empezaba iluminado con el lucero de la mañana, en aquellos inolvidables días.
Serían pues las cinco de la mañana.
Mientras saboreábamos la primera taza de café él daba las primeras lecciones y era su costumbre tocar el tema de los que empiezan temprano a trabajar y a triunfar, y temprano recogen los frutos.
Los que se levantan tarde, decía, andan con prisas, y deje de eso, lo hacen de mal humor porque no les alcanza el tiempo para nada.
Esas enseñanzas nos ayudaron por donde fuimos pasando después, lo mismo los salones de clase que los talleres, las oficinas o las responsabilidades posteriores que fueron creciendo pero que se resolvieron temprano, antes que el reloj avanzara.
Muchos de nuestros actuales amaneceres están acompañados del recuerdo de don Rafael. Quizá la salud esté también ayudada por esas enseñanzas que recibimos desde muy niños.
Donde esté, don Rafael, gracias por todo lo que nos regaló.