Ambos con sus características tan especiales, que cautivan, que embrujan y convencen para quedarse ahí, por mucho tiempo, o para siempre.
Uno de esos mundos está en la capital del país, cada vez más enorme, con millones y millones de habitantes.
El otro está en la provincia, en cualquier rincón tranquilo y apacible.
Por haber vivido en ambos, a la larga escogimos el ideal para los nuestros y para nosotros.
Pero muchos salieron de aquí y se quedaron en la capital, cautivados por todo lo que ella tiene, encierra y ofrece. Y han vuelto sólo para visitarnos, cada vez con menos frecuencia. Decidieron quedarse en la gran urbe a pesar de sus peligros, su contaminación y sus prisas, porque tiene también mucho que ofrecer.
Ahí, cada día es diferente, de mucho trabajo, pero también de muchos lugares donde divertirse o sitios por conocer que uno nunca termina de recorrer.
Sale uno por la mañana a su trabajo, y no sabe a qué hora regresará a casa. Los alimentos, por las distancias, se toman muchas veces fuera del hogar entre semana y por ello sábados y domingos son de convivencia familiar, de visitar parques, teatros o museos.
En cambio, en provincia se vive más cerca de la familia, más pendiente de ella, más próximo a los amigos.
Cada quien en este mundo escoge su hábitat, ése en el que están los satisfactores adecuados, y donde mejor nos sentimos al lado de los nuestros.
Muchos son para pasar su existencia en las grandes urbes, otros no.
Incluso tenemos amistades que han preferido lugares más apacibles, más pequeños, sabiendo que en ellos hallarán esa paz que necesita su espíritu para vivir y crear.
Los humanos somos seres complejos con aptitudes diferentes. Unos aman el trajín, las prisas, las emociones fuertes. Otros somos de espíritu más apacible, más hecho a contemplar la naturaleza y los atardeceres en el campo. Escuchar el canto de los pájaros que también disfruta de la paz.