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De La Vida Misma / Recuerdos inolvidables

Miguel A. Ruelas

En los pocos años que vivimos en el pueblo natal muchos recuerdos nos quedaron grabados. Tal vez por la intensidad con la que siempre hemos disfrutado cada paso dado en esta vida.

Era la nuestra una comunidad madrugadora.

A las cinco de la mañana íbamos por el pan, llevando gran canasto, a la panadería de don Jesús Montelongo, donde el repostero estrella era Camilo.

Como luz eléctrica había sólo al anochecer y hasta las 12 de la noche, todo mundo caminaba en la total oscuridad, pero resultaba asombroso cómo se conocía a las personas, por la forma como tosían, cómo carraspeaban o cómo caminaban. Ahí viene don Chon, allá va Pancho el Mocho.

Por cierto la planta de luz estaba junto a la Alameda y era un espectáculo irla a ver trabajando, con su potente motor, su ruido tan singular y su penetrante olor a aceite.

A las seis de la mañana, como relojito suizo, empezaba a funcionar el molino de nixtamal de Tío Guadalupe Ruelas. Se oía por todo el pueblo y decían los que sembraban en las goteras del lugar que hasta allá llegaba el traca traca que les servía para ponerse a trabajar.

Desde el poblado de La Ciénega bajaba todos los días, entre siete y ocho de la mañana el aguamielero. Dos grandes tinajas, una de cada lado, cargaba el pobre burro que recorría sólo unas cuantas cuadras, porque la gente, en lugar de tomar jugos de naranjas como se hace ahora, disfrutada en ayunas del líquido tan especial sacado de los magueyes.

Y poco después de las ocho, en el llamado parián que estaba junto al arroyo de abajo se ponían los vendedores de quiote y de hojas de maguey cocido que tenían el nombre de mezcal.

Ahí mismo se vendían verduras hasta que los hortelanos cambiaron sus ventas frente a la plaza junto a la tienda de Nacho Aguilera.

Los portales estaban llenos de historias y leyendas. En el del costado poniente de la plaza dicen vivió Guz Águila, el famoso poeta y que ahí estuvo también una fábrica de cigarros.

Nosotros, los chiquillos del pueblo teníamos dos distracciones formidables: subir cuando nos lo permitían, a la única torre que entonces tenía la iglesia de la plaza y la otra era explorar los abandonados túneles de las minas tan cercanas del centro de la población, hasta que nos llevamos un gran susto cuando uno de esos pasadizos empezó a derrumbarse y no volvimos ni por la feria.

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