Empieza la columneja de hoy con un vitando cuento purpurino. Lo leyó ayer doña Tebaida, presidenta de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y cayó en cama víctima de una apoplejía estridulosa con espasmo hidatídico de glotis, disnea obliterante, inflamación de coxis y mefítico flato catingoso. Recetó el protomedicato cataplasmas de pera bergamota (o sea de Bérgamo), pero las rechazó doña Tebaida, porque se oye muy feo, según dijo. Las personas que guardan pudicicia han de abstenerse, cautas, de pasar la mirada por tan procaz historietilla, no sea que sufran algún insulto o síncope, lo cual lamentaría mucho este escritor. Va el relato... Era invierno. Soplaba un cierzo gélido que calaba hasta la médula de los huesos. Reinaba la noche en la ciudad. Desiertas las calles, sólo un gendarme hacía su ronda acostumbra-da. De pronto el guardia vio a un señor de edad madura que caminaba por la acera. Iba vestido el hombre de la manera más estrafalaria: con gruesas prendas de lana se tapaba del cuello a la cintura, pero lo demás lo llevaba descubierto, y sólo de media pierna abajo se cubría otra vez. "-¿A dónde va?'' -pregunta el policía-. "-A ningún lado -responde el individuo-. Voy a darle una vuelta a la manzana''. "-¿Y por qué en esas fachas?'' -inquiere el vigilante-. "-Ideas de mi mujer -explica el señorcito-. Una noche como ésta salí de la casa sin bufanda. El cuello se me puso rígido, y ahora cada vez que hace frío ella me hace que salga así a la calle''... No le entendí... Mucha envidia hay en México, y de avaricia hemos de andar sobrados. Pereza abunda, y por eso andamos como andamos. O por eso no andamos como no andamos. La gula, es cierto, ya desapareció: la crisis ha hecho de todos los mexicanos ejemplos de sobriedad y de templaza. Soberbia no hay. Ningún motivo queda para ese vano orgullo que tanto nos dañó. Lujuria no nos falta. Es el consuelo de los que nada tienen ya. Lo que de plano se ha perdido es la ira. Y aquí y ahora la ira, más que pecado, debería ser considerada una virtud. Los mexicanos, con otras muchas cosas, perdimos también la capacidad de indignarnos. Y así, todos los males caen sobre nosotros -ineficiencia, inseguridad, corrupción- y nosotros, apáticos, dejamos hacer y deshacer, más esto que lo otro, y seguimos entregados a nuestra culpable indiferencia y a nuestra pasividad. Pero ¡ay de todo eso el día que el pueblo recobre la santa virtud de la indignación!... Babalucas decidió irse a los Estados Unidos a probar fortuna. Después de varios meses sin saber de él, su padre se enteró de que se hallaba en Nueva York. Le escribió una carta, y puso en el sobre simplemente: "Pa m'hijo, en Nueva York''. El servicio postal hizo llegar la misiva a la Urbe de Acero, pero hasta ahí. El personal de correos neoyorquino se volvía loco tratando de determinar el destinatario de la carta. Intervino el postmaster, pues es cuestión de honor para los empleados postales norteamericanos hacer llegar las cartas a su destino, llueve, truene o relampaguee y aunque las señas en el sobre sean mínimas. Pero aquella carta era la más difícil que les había tocado nunca entregar. El sobre decía simplemente: "Pa m'hijo, en Nueva York''. Desesperaba ya el director de entregar aquella carta cuando del correo del centro le hablaron por teléfono a su oficina para hacerle saber la buena nueva: ¡el destinatario de la famosa carta había sido localizado, y la misiva se le había entregado ya! Lleno de satisfacción y al mismo tiempo sorprendido el postmaster pregunta con gran interés: "-¿Y cómo dieron con el muchacho?''. "-Bueno -le explica el encargado-. Es que vino aquí, metió la cabeza por la ventanilla y gritó: "-¿No ha escrito ap'a?''... FIN.