México es un país pobre con partidos ricos. En efecto, contrasta la pobreza de la mayoría de los mexicanos con las jugosas prerrogativas que reciben los partidos políticos. Éstos le cuestan al país más de lo que en su tiempo le costaron todos los generales revolucionarios. Declarados de interés público, los partidos se manejan como empresas privadas. Algunos, como el Partido que se da a sí mismo el título de "ecologista", son verdaderos negocios familiares susceptibles de trasmitirse por herencia. Mil razones se aducen para justificar esa onerosa carga que pesa sobre la nación. Una segunda burocracia, la de los partidos, se añade a otra burocracia ya de por sí gravosa -la oficial- que deben mantener los ciudadanos con su esfuerzo. Si la mitad de los dineros que se entregan cada año a los partidos se dedicara a obras sociales, muchas serían las necesidades que se remediarían. La verdad es que los legisladores han actuado pro domo sua, para favorecer el interés de sus partidos, que es al final de cuentas su propio interés, y lejos han estado de representar a sus electores y, menos aún, de servir al bien de la nación. Eso explica la notoria ineficiencia de los parlamentarios, que no trabajan en las reformas importantes que los nuevos tiempos demandan, y en cambio aprueban al vapor otras reformas que bien pronto se deben reformar. Uno de los modestos deberes que me he fijado -además de sacar al gato por las noches- es el de orientar a la República. ¿Lo cumplo cabalmente? No lo sé: la Historia lo dirá algún día, cuando termine de juzgar a Napoleón. Dispongo de tiempo, entonces, para narrar algunos cuentos. Éste que viene es de color subido. La Liga de la Decencia le negó su Imprimi potest. Bien harían entonces lo lectores con escrúpulos en no pasar por él los ojos. Trata esa historietilla de un pobre hombre que entró por la noche a robar elotes en la milpa de un granjero atrabiliario. Éste lo descubrió, y cayendo sobre él le apuntó con su escopeta, una de fabricación belga, de las llamadas "cuatas". Su intención clara era dispararle. "-¡Piedad, piedad! -gimió el ladrón usando una doble impetración perteneciente al catálogo de Lara-. ¡No me mates!". "-Háblame de usted" -exigió el granjero, que tenía puntillos de etiqueta, como todos los conservadores. "-¡No me mate Su Excelencia! -clamó entonces el otro, pensando que si extremaba la urbanidad tendría más posibilidades de librarse-. ¡Haré cualquier cosa para salvar la vida!". "-¿Ah sí? -replicó el granjero con aviesa mirada de salacidad-. Inclínate entonces hasta el suelo". Obedeció el ladrón de elotes, y el otro actuó de modo que no es para contarse en hoja pública. Terminado el penoso trance pregunta el ladronzuelo humildemente: "-¿No quiere el señor asegundar?". ("Asegundar" significa repetir un acto inmediatamente o poco después de haberlo llevado a cabo por primera vez). "-¿Asegundar? -repite el granjero, suspicaz-. ¿Por qué?". Explica el lacerado: "-Es que ahora que me agaché vi unas calabacitas muy buenas"... Don Martiriano iba por la calle sangrando profusamente por nariz y boca, el rostro y cuerpo llenos de golpes y magulladuras. "-¡Mire nomás cómo viene! -exclama un vecino que lo ve-. ¡Voy a llevarlo a su casa!". "-¡De ahí vengo!" -gime don Martiriano asustado apresurándose en dirección contraria... Una rubia llegó a la farmacia. Pregunta al encargado: "-¿Tiene condones gigantes, de tamaño hiper-extra-super-grande?"- "-Sí hay -responde el farmacéutico-. ¿Cuántos quiere?". Responde la rubia: "-Ninguno, gracias. Pero ¿puedo esperar aquí hasta que alguien venga a comprar uno?"... FIN.