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De Política y Cosas Peores

Por Armando Camorra

El señor cura de la parroquia de San Trigio no veía con buenos ojos a los argentinos. Falta de caridad cristiana era ésa, y además de justicia, pues ya se sabe que los argentinos, especialmente los porteños, son gente humilde, modesta, reservada, tímida, siempre acotada en términos de mesura y discreción. El padrecito hablaba horrores de los nacidos en el país del Plata. No había sermón en que no los llenara de vitriólicos denuestos, acres censuras y sonorosas pesias. Para él eran lo peor. El problema es que entre sus feligreses había muchos argentinos. Hartos de tanto vituperio fueron con el obispo de la diócesis y le armaron un tango. Le dijeron que si no hacía callar al padrecito recurrirían directamente al Papa, del cual todos ellos eran amigos personales. Luego le manifestaron que jamás había existido en el mundo un artista tan grande como Carlitos. Hablaban, claro, de Gardel. "-¿Ni Miguel Ángel?" -inquirió Su Excelencia con ironía jesuítica. Le preguntaron los comisionados: "-¿Para qué marca grabó?". Esa misma tarde el señor obispo hizo llamar al pugnaz párroco y lo amonestó severamente. Le dijo que se abstuviera de hablar de los argentinos. Es más: ni las palabra "Argentina" o "argentinos" debía pronunciar, bajo pena de pecado grave, porque caería en culpa de detractio, que es injusta denigratiio famae proximi absentis, cuando no de contumelia, definida como injusta inhonoratio personae presentis. El señor cura se asustó al escuchar aquellas expresiones, pues ya había olvidado el latín del seminario y pensó que Monseñor lo amenazaba con la pérdida de sus estipendios. Le aseguró que no volvería a aludir en sus sermones a los argentinos, y ni siquiera pronunciaría esa palabra, a fin de obviar problemas. Llegó la Semana Santa. En el sermón del jueves, atestada la iglesia de argentinos que iban a ver si el señor cura acataría la orden del obispo, el párroco empezó a narrar el episodio de la Última Cena. Contó que Jesús había dicho a sus apóstoles que uno de ellos lo iba a traicionar. "¿Soy yo, Señor’, preguntó Juan" -relató con voz emocionada el padrecito. ‘No, Juan, tú no eres el traidor’, le contestó el Maestro. ‘¿Seré yo quien te traicionará?’, preguntó Pedro. ‘Tampoco tú habrás de traicionarme? -díjole Jesús’...". Uno por uno el señor cura fue exonerando a los apóstoles. "-¡Pero entonces habló Judas! -prorrumpe con acento apocalíptico-. ¡Ese traidor, ese hombre inicuo, ese reptil! Y preguntó a Jesús el Iscariote: ‘¿Pensás vos que yo te voy a traicionar, che pibe?’"... Me sirve el cuentecito para ilustrar la idea de que los señores curas encuentran siempre la manera de decir lo que quieren, abstracción hecha de toda ley o reglamento. Y es que el reino del César no es nomás del César, y el de Dios no es reino divino solamente, sino toca también al mundo de los hombres. Así las cosas, hay veces en que no es tan clara la separación entre los dos reinos, el de Dios y el del César, y eso da origen a controversias y polémicas, sobre todo en un país como México, donde por muchos años y en muchas ocasiones la Iglesia y el Estado han andado cogidos de las gamarras. Otra vez los señores obispos se ven belicosillos, y piden que se reforme más lo que Salinas de Gortari les reformó para ganar el apoyo de la clerecía y dar legitimidad a su sospechosísimo triunfo electoral, cuando aquella oportuna caída del sistema. No necesita la Iglesia más reformas. Sin violar la Constitución pueden los señores curas decir lo que quieran. A menos, claro, que pretendan poder político directo. Entonces sí, demanden más reformas... FIN.

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