Doña Facilisa se fue a confesar. "-Padre -dice al sacerdote-. Cada noche, entre sueños, siento que soy poseída por alguien que agota en mí el torrente de su lubricidad libidinosa. Como estoy medio dormida no alcanzo nunca a dilucidar si el voluptuoso ser es mi marido o uno de esos íncubos diabólicos de que nos habla usted, que nos asaltan con sensuales embestidas de carnalidad”. "-Hija mía -responde el confesor-. Quien de ese modo te ataca y te posee puede ser tu esposo, valido de los derechos que le confieren el débito conyugal prescrito por el Código Civil como una de las obligaciones de los esposos, y el sacramento que a sí mismos se imparten los esposos ante la Santa Madre Iglesia. Sin embargo esa criatura también podría ser, como has pensado bien, un engendro demoníaco, un íncubo salaz y voluptuoso en el cual se manifiestan y conocen los bestiales impulsos de Lucifer, Belial, Luzbel, Satanás o Belcebú”. Pregunta con inquietud doña Facilisa: "-¿Y cómo puedo saber, padre, si quien se trepa en mí es mi marido o ese íncubo satánico?”. Sugiere el sacerdote tras ponderar el caso: "-Si lo apurado del trance y sus agitaciones te dan lugar a ello, palpa la testa del lascivo, a ver si tiene cuernos”. "-¡Uh, padre! -replica doña Facilisa-. Con eso no voy a salir de dudas”... Mira, escribidor: empleaste el voquible "testa”, y lo aplicaste bien, pues testa es la cabeza. Debo decirte, empero, que si hubieras usado simplemente la palabra "cabeza” habrías puesto de manifiesto la nobleza de nuestra lengua castellana, que surge de un latín más puro y refinado que aquel que da origen a otras lenguas romances. En efecto, la voz castellana "cabeza” proviene del latín "caput”, que significa precisamente cabeza. En cambio, la palabra que en francés corresponde a cabeza es "tete”, con acento circunflejo, la cual deriva del latín "testu”, vasija de barro, expresión corriente de que se valía con tosco humor el vulgo en Roma para designar a la cabeza. Así pues, como decía don Andrés Bello... ¡Basta, mentecato columnista! Qué bien se ve que no tienes nada acerca de lo cual escribir hoy. De ahí, supongo, esas abstrusas disquisiciones filológicas que ni siquiera te competen, pues nada sabes de ellas. Mejor harías en ocuparte de orientar a la República. No te digo que con eso vayas a influir en la marcha del país -ni en la marcha de “El Moquetito”, Tamaulipas, puedes influir-, pero sí fincarías las bases para figurar alguna vez como escritor. En orden alfabético quedarías antes que Cervantes, y mucho antes que Stefan Zweig. Di, por ejemplo, lo siguiente: El desprestigio de los partidos políticos va en aumento. Sus dirigentes deberían procurar que los dineros que reciben del erario disminuyan, que la duración de las campañas políticas se acorte, que se haga menor el número de los diputados y que la propaganda de los candidatos no sea tan pedestre, tan llena de injurias y denuestos. Quizá de esa manera los ciudadanos no abominarán de los partidos ni los considerarán, como ahora hacen, uno de los males que sufre la Nación... Dice eso el columnista, pero al decirlo advierte que se ha agotado el espacio que le corresponde. Lástima. Hasta mañana podrá contar algunos chascarrillos de subidísimo color que tenía dispuestos para hoy... FIN.