Con eso de que al llamado subcomandante Marcos se le ocurrió caracolear, cobraron nuevos ímpetus, aquéllos que por esnobismo o dogma aún le dan su aval. Lo cierto es que los municipios autónomos, juntas de gobierno, concejos o como se llamen los guetos que ha formado el guerrillero de Internet, son una aberración jurídica. Esas reservaciones constituyen un régimen de excepción a la legalidad e implican una forma de extraterritorialidad que contradice el concepto mismo del Estado. La lenidad de quienes deberían mantener la integridad de la nación permite que se mantengan esos enclaves, sostenidos con dineros del extranjero para fines que quizá no conocen ni siquiera quienes reciben esas subvenciones. Cunde el ejemplo y ya los macheteros de Atenco pretenden también implantar su autonomía. La ley es muy molesta y el orden jurídico es onerosa carga. Para librarme de esa sujeción declararé a mi casa municipio autónomo, concejo, junta de gobierno o caracol... Aquel niño, llamado Picio, era más feo que un coche por abajo. Le decían "Nono”, porque cuando su mamá lo vio por primera vez en la maternidad empezó a gritar: "-¡No! ¡No!”. Su abuelita, sin embargo, disimulaba la fealdad del niño, y hasta decía con orgullo: "-¿Verdad que mi nieto es el niño más lindo del planeta?”. Todos le preguntaban: "-¿De cuál, señora?”. Creció Nono, o sea Picio, y empezó a sufrir los efectos de su fealdad. Cuando iba al zoológico los changos le echaban cacahuates a él. Fue a ver la película "Frankenstein”, con el célebre actor de carácter Boris Karloff (1932; dirección de James Whale), y Frankenstein fue el que se asustó. Afortunadamente nunca falta un roto para un descosido. Picio conoció a Uglilia, muchacha también fea, y se prendó de ella. La gente llamaba a Uglilia "La Pontífice”, porque tenía cuerpo de papa, pero a Picio le parecía una Venus Citerea, una Helena de Troya, una sensual Friné. La cortejó, y obtuvo de ella el anhelado sí. Cuando se casaron, a la salida de la iglesia la concurrencia no les echó arroz: les tiró píldoras anticonceptivas. Nada les importó aquella velada sugerencia: se amaron tiernamente -siempre con la luz apagada-, y cumplido el término fijado por la naturaleza fueron padres de un niño. ¿De un niño, dije? No. De un milagro. El fruto de los amores de aquellos dos extremos de fealdad fue un querube, una criatura angelical cuya hermosura iba más allá de cualquier ponderación. ¡Qué venturosa vida fue entonces la de los feos esposos! Llenos de orgullo Picio y Uglilia sacaban los domingos a Serafinito -así bautizaron al pimpollo-, y lloraban de felicidad cuando los transeúntes se detenían a admirar la belleza del pequeño, y lo halagaban con caricias. Ya nadie hacía burla de ellos por su fealdad: parecía que el niño les comunicaba su belleza. Todo era dicha para ellos. Un día Uglilia y Picio fueron a la playa, y llevaron consigo a su Serafinito. La madre entró en el mar con él. ¡Horror! ¡Una ola se lo arrebató! Con desesperación lo buscó entre las agitadas aguas, mas fue en vano. ¡El niño había desaparecido! Cayó privada de sentido la desdichada Uglilia, en tanto Picio gritaba con desesperación pidiendo ayuda. Acudió corriendo un joven nadador, se lanzó al encrespado oleaje, sumergiose en las revueltas aguas. Poco después salió llevando en brazos al pequeño. Un grito de júbilo se levantó de entre la muchedumbre que se había congregado a ver el drama. Se oyeron vítores y aplausos. Recobró Uglilia el conocimiento y estrechó junto a su corazón al hijo de sus entrañas. Luego se vuelve hacia el héroe y le pregunta: "-¿Es usted el que sacó a mi hijo del mar?”. "-Sí, señora” -responde el muchacho, con modestia. Y le dice Uglilia ásperamente: "-El niño traía una gorrita. ¿Dónde está?”... FIN.