Tomo aire en los pulmones. Contengo la respiración. Hincho los carrillos y aprieto los labios a fin de que no escape el aire. Poco a poco el esfuerzo me enrojece el rostro. Los ojos amenazan con salir de las órbitas; están a punto de estallar las venas en el cuello; la frente se perla de sudor. ¿Qué estoy haciendo? Estoy aplicando el método que empleo para encaboronarme, es decir, para entrar en estado de enojo, iracundia, rabia, cólera o furor. Necesito hallarme en tal disposición si quiero escribir mi columneja de hoy. Déjenme, pues, mis cuatro lectores en trance de encaboronamiento, y lean las futilezas que ahora siguen. Después diré por qué estoy encaboronado... Una serpiente de cascabel se quejaba con su siquiatra, gemebunda: "-¡Todas mis amigas me sacan la lengua, doctor!”... Solsticia y Celiberia, maduras señoritas solteras, estaban en la playa. Hacía mucho calor. "-¡Ay! -suspira Solsticia-. ¡Te imaginas lo que sería tener un hombre que nos abanicara?”. Prorrumpe Celiberia: "-¡Aunque no nos abanicara, manita, aunque no nos abanicara!”... En la fiesta don Martiriano estaba muy callado. "-¿Qué le pasa a ese señor?” -pregunta en voz baja al anfitrión uno de los invitados. Responde el de la casa: "-Tiene un impedimento para hablar”. "-¿Qué impedimento tiene?” -se interesa el invitado. Responde el anfitrión: "-Su esposa”... La aristocrática dama hacía labor social. Fue a visitar la cárcel. Ahí pregunta a uno de los internos: "-¿Y usted por qué está aquí, buen hombre?”. Responde el individuo: "-Señora, porque no me dejan salir”... Pitolongo Garañol gozaba de mucha fama en la comarca. Su potencia amatoria era leyenda y tema de todas las conversaciones. Cierto día dos hombres ricos del lugar empezaron a hablar de la fantástica cualidad de Pitolongo. Uno sostuvo que Garañol era capaz de dar cien demostraciones seguidas de su vigor sensual. "-No es posible” -negó el otro. "-Te apuesto lo que quieras a que sí” -desafió aquél. Se trabó la apuesta, en efecto. Aceptó la contienda Pitolongo, y cien mujeres fáciles de cuerpo fueron contratadas en las manflas de los pueblos vecinos a fin de que sirvieran en la demostración. Empezó la gran prueba. Diez, veinte, treinta, cuarenta veces hizo el gran Pitolongo lo que tenía que hacer. Sin dar ninguna seña de cansancio llegó a la cincuentena. Sesenta veces ejercitó su peregrina habilidad; luego setenta, ochenta. "-Ya van 96” -dice poco después uno de los apostadores. "-No, -corrige el otro-. Van 95”. "-Llevo muy bien la cuenta -insiste el primero-, y son 96”. "-Perdona -repite el otro-. Son 95”. "-96”. "-95”. "-¡Te digo que van 96!”. "-¡Y yo te vuelvo a decir que van 95!”. En eso toma la palabra Pitolongo. "-No se peleen, señores -les dice con gran tranquilidad-. Para no discutir vamos a empezar otra vez desde el principio”... Estoy muy encaboronado. Ahora sí ya pueden estar contentos los vecinos: Fox, obsecuente, se agarró de una pequeña frase (cierta a más de pequeña) y les quitó a Aguilar Zinser, esa molesta piedra en el zapato, ese hombre de criterio libre que tanto irritaba a los norteamericanos. Ya veremos cómo nuestras relaciones con ellos serán de nueva cuenta de apocamiento, entreguismo y sumisión. Si alguna vez llegan al mismo tiempo de visita a Los Pinos el embajador de Estados Unidos y el Nuncio Papal, reciba primero Fox al Nuncio: a él lo único que tendrá que besarle será el anillo... FIN.