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De Política y Cosas Peores

Por Armando Camorra

La señorita Peripalda, catequista, le regaló al padre Arsilio una medallita de San Camilo. Este Camilo es un amable santo. Hombre de estatura gigante -medía más de 2 metros-, sus pies eran enormes. Yo di con él en un pequeño templo de Florencia que los turistas no visitan. Ahí se conserva una sandalia del santo, asombrosa por el largor que tiene. Soldado aventurero, jugador de baraja, hombre vinoso y fornicario, mudó de vida al ver el sufrimiento de heridos y de enfermos, y se hizo médico. Así ganó la santidad. Pero vuelvo a mi historia. Al sacristán del templo le gustó la medallita de San Camilo, y le pidió al padre Arsilio que se la regalara. Negó el obsequio, claro, el bondadoso sacerdote, pero el sacristán, llamado Tenacio, era hombre pertinaz. A cada momento atosigaba con su demanda al padre Arsilio; en todos los tonos le rogaba que le diera la medallita. Lo llamaba por teléfono a deshoras, y renovaba, terco, sus instancias. En la misa le hacía señas desde el fondo del templo, desde lo alto del coro o desde la sacristía: se señalaba el pecho para indicar la medallita y luego juntaba las manos en actitud de humilde rogación. Sin palabras le decía: "-¡Regáleme la medallita, padre!". No podía descansar aquel buen cura; a mañana, tarde y noche se le aparecía el temoso sacristán; lo perseguía, incansable, con su testarudez. "-¡La medallita, padre Arsilio! ¡Regáleme la medallita!". No alargaré la historia. Tanto porfió el tal Tenacio que el padre Arsilio ya no pudo más. Un día estalló -el obstinado sacristán lo hizo faltar a la santa virtud de la paciencia-, y quitándose del cuello la famosa medalla se la entregó por fin al sacristán. Días después estaba el padre Arsilio confesando a su feligresía. Entró en el confesionario doña Castaña, portaestandarte de las Venerandas. Era una dama llena de virtudes, espejo de honestidad, ejemplo inmaculado de pureza. "-Me acuso, padre -dice con tribulada voz-, de que un hombre me pidió las éstas". Se escandalizó el padre Arsilio al escuchar tamaño desafuero, pero pudo contener su indignación. "- Tranquilízate, hija mía -dice a doña Castaña-. Tú no has pecado. Tiene gran culpa, sí, quien se atrevió a presentar con tal audacia esa inmoral solicitud". "-¡Yo no hice nada para alentar el rijo de ese infame! -protesta entre lágrimas la penitente-. ¡Y sin embargo es hombre de tal calaña que temo por mi virtud y castidad!". Responde el padre Arsilio: "-Te conozco, hija mía, y sé que la fortaleza de tu honestidad es plaza fuerte que resistirá incólume, invulnerable e integérrima el asedio de la perversidad. Pero dime, hija mía: ¿quién es el lúbrico rufián que se atrevió a hacerte tan inmoral solicitud?". "-No quería yo decirlo, padre Arsilio -vacila doña Castaña-, pero es Tenacio, el sacristán". "-¡Oh! -exclama consternado el padre Arsilio recordando lo de la medallita-. Hija mía: ¡date por follada!"... Un cierto individuo cuyo nombre me reservo gustaba de los deportes llamados de alto riesgo. Un día que practicaba el rappel la cuerda de que pendía se rompió y vino al suelo. No era muy grande la altura desde la cual se precipitó, pero cayó sentado sobre una biznaga espinosísima, y el esfínter le quedó tan lacerado que hubo necesidad de extirpárselo mediante una delicada operación. Por fortuna había otro disponible, y el médico le trasplantó un esfínter nuevo. Terminada la convalecencia el médico le dice al arriesgado deportista: "-Mire, amigo: batallé mucho para ponerle un tafanario nuevo. A ver si me hace el favor de tener más cuidado con él". Replica el hombre: "-Doctor, me pide un imposible. No cuidé el otro, que era mío, menos voy a cuidar éste que es ajeno"... FIN.

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