Mal anda la política, y los políticos peor. A modo de protesta por el bochornoso espectáculo que nos están dando cada día, hoy no orientaré a la República. Me limitaré a narrar un infame chascarrillo. Tal es mi modo de protestar, tal mi venganza... A aquel hombre le faltaba un brazo, por eso le decían "El mocho". (La fantasía popular no reconoce límites). Lo que le faltaba de brazo, sin embargo, le sobraba de todo lo demás, y “El mocho” tenía gran éxito con las mujeres. Era una especie de Tenorio de terlenka. Como don Juan, profesaba la democracia erótica. No había ya princesas reales, ni hijas de pescador, pero sí doncellas -más o menos-, casadas, viudas, divorciadas... Con todas ejercitaba el Mocho sus grandes dotes amatorias. En el foreplay -es decir, en las caricias previas a la consumación del acto- era un maestro supereminente: cuando cualquier otro hombre habría terminado ya y estaría fumando el cuarto cigarrillo, el Mocho apenas iba en el empeine del pie derecho de su compañera. Y no hablemos de su performance. Comparada con su técnica, la de Casanova era la de un misionero protestante del siglo diecinueve. ¿Habrá quien se sorprenda, entonces, si digo que doña Barsoliana cayó en sus redes amorosas? Esta doña Barsoliana era una mujer decente, en lo que cabe. Casada con un viajante de comercio, tenía rijos que ni siquiera su esposo conocía. El hombre era poco imaginativo; no sospechaba que bajo la piel de su mujer latía una bacante. Ausente el marido con frecuencia, sola y ganosa doña Barsoliana, en cacería siempre el Mocho, lo que tenía que pasar pasó: la sensual señora cayó en los brazos -en el brazo, perdón- del fementido Mocho, y ambos entraron en amores. La señora recibía a su mancebo en el propio domicilio conyugal, pues los dos coincidieron en la idea de que gastar en motel habría sido dispendio reprobable, sobre todo en los tiempos que corren, de economía difícil. Una tarde se estaban refocilando en la mismísima alcoba de doña Barsoliana cuando intempestivamente llegó el marido de uno de sus viajes. La señora escuchó el ruido de la puerta, y luego los pasos de su consorte por el corredor. "-¡Mi esposo!" -exclamó doña Barsoliana presa del pánico. Luego dijo la frase que oyó en una telenovela, y que había soñado siempre repetir: "-¡Estoy perdida!". El Mocho empalideció. ¿Cómo iba a salir de ahí? "-¡La puerta de atrás!" -dijo a su barragana. "-¡No hay puerta de atrás!" -le informa ella, alterada. Pregunta el Mocho con temblorosa voz: "-¿Dónde quieres que te haga una?". "-No -le dice doña Barsoliana-. Métete abajo de la cama, y no salgas de ahí sino hasta que yo te diga que ya puedes salir". Se desliza, en efecto, el Mocho abajo del lecho, apenas a tiempo para no ser descubierto. Doña Barsoliana tomó el libro que tenía sobre el buró. Me apena mucho decir esto: era una Biblia. Mucho se sorprendió el marido al ver a su mujer leyendo ese sagrado libro in puris naturalis, es decir, en peletier. "-¿Cómo es que estás así? -le pregunta suspicaz-. ¿Por qué lees la Biblia así? Deberías ponerte por lo menos un chal". Responde con toda calma doña Barsoliana: "-Cuando hago lecturas piadosas acostumbro despojarme de toda vestimenta a fin de que las galas de la mundanidad no me aparten de la devoción, y para recordarme a mí misma que desnuda nací, y que todo es vanidad de vanidades, y sólo vanidad". Quedó impresionado el marido al escuchar aquello. Ya sin recelos preguntó: "-Y ¿qué lees?". Le mostró doña Barsoliana la página que estaba leyendo, y le dijo: "-Salmo ocho". Al oír esas palabras el Mocho sale de abajo de la cama y le pregunta a doña Barsoliana: "-¿Ya se fue?".... ¡Mentecato! ¡Doña Barsoliana dijo: "Salmo ocho!", y no: "Sal, Mocho"! No quiero ni imaginar lo que pasó después... FIN.