El juez se dirige con severidad a don Frustracio: "-Su esposa lo acusa de haberle propinado una fuerte cachetada en el momento mismo del acto conyugal. ¿Es usted uno de esos degenerados individuos que necesitan de la violencia para sentir satisfacción sexual?". "-No, señor juez" -contesta humildemente don Frustracio. Pregunta el juzgador frunciendo el ceño y todo lo demás que los juzgadores deben fruncir en el desempeño de su alta responsabilidad: "-Si no es usted practicante del sadismo, ¿entonces por qué le dio esa cachetada a su mujer en el curso del acto del amor?". Responde don Frustracio: "-Es que no se movía nada, señor juez, y pensé que estaba desmayada o muerta"... Minucio Gorgojio, el herrero del pueblo, era bajito de estatura. Apenas levantaba del suelo siete palmos. Tomando en cuenta que cada palmo mide aproximadamente 20 centímetros -la cuarta parte de una vara-, se entenderá por qué digo que Minucio era muy chaparrito. Sin embargo su corazón no era pequeño, y lo tenía lleno de amor a Kamel Parder, la hija del abacero del lugar. Un día Kamel fue a la herrería y le pidió a Minucio unos clavos de herradura. Él los forjó ahí mismo, y cuando la muchacha le preguntó cuánto le debía él respondió que nada. Entonces ocurrió el milagro: Kamel le dijo a Minucio que en premio a su trabajo lo dejaría besar sus purpurinos labios. La chica era muy alta -se había criado en Bavaria con leche y con cerveza-, y el pobre de Minucio no pudo darle el beso ni aun poniéndose de puntillas. Pero se le ocurrió una idea que sólo amor puede inspirar: subió a su yunque, y entonces sí alcanzó la gloria de aquel ósculo. Luego le pidió permiso a Kamel de acompañarla hasta su casa. Ella accedió, pues la granja donde vivía estaba a 15 kilómetros del pueblo, y temía que en el camino le saliera un schurkisch, o séase un truhán. Llegados a la casa de la chica el herrero le pidió otro beso. Ella negó la señalada gracia. Y le dice Minucio con enojo: "-Me hubieras dicho eso desde el principio; así no habría venido cargando el yunque"... Mis corresponsales en Washington D.C. me informan que en todas las casas de los republicanos hubo fiesta ayer con motivo de la captura de Saddam Hussein. No reportan lo mismo mis corresponsales en El Moquetito, Tamaulipas, donde la noticia fue recibida con indiferencia. Ahí más bien interesa todo lo relacionado con el cultivo del sorgo y su precio en el mercado. Hay quienes adelantan vísperas y dicen que, ahora sí, Bush tiene asegurada la reelección. Yo no me confiaría tanto. En primer lugar falta bastante tiempo todavía para el proceso electoral, y en segundo bien puede suceder que ese logro tan espectacular -la detención del dictador irakí- no alcance a anular los malos efectos de una guerra prolongada y de la pérdida de más vidas de norteamericanos. Si Bush tuviera dos dedos de frente -ha demostrado no tener más que la falangeta de uno- aprovecharía este instante de triunfo y pondría en manos de la ONU la pacificación de Irán y su eventual reconstrucción. ¿Hará caso de mi atinada sugerencia el Presidente norteamericano? Me temo que no. Otros consejos le he dado, y he tenido la pena de ver cómo le entran por un oído y le salen por el otro. Eso se explica si se toma en cuenta que en medio no hay nada que estorbe el paso. Lo cierto es que el pueblo de Irak seguirá sufriendo los males derivados de una ocupación militar, y seguirán sufriendo también los pobres muchachos que son enviados a matar -o a que los maten- supuestamente en nombre de la libertad y de la democracia, pero en verdad para cambiar su sangre y la de los irakíes por unos barriles de petróleo... FIN.