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De Política y Cosas Peores

Por Armando Camorra

Ella y él. O él y ella: en las dos formas se puede resumir el mundo. Se conocieron, se trataron, se casaron y ella quedó embarazada (Así se hacían antes las cosas. Ahora se hacen casi siempre al revés: ella queda embarazada, se casan, se tratan y finalmente se conocen). Fue amor a primera vista, pero tuvieron el buen sentido de esperar a la segunda, y a la tercera, y a otras vistas antes de darse la mutua constancia de su amor. Se amaban, no cabía duda. La prueba estaba en que ninguno de los dos podía explicarse cómo había vivido antes sin el otro. "No era realmente yo. Era otra. Si hubiera sido yo no habría podido estar sin él”. Y él: "¿Quién era aquél yo que pudo andar por el mundo sin tenerla al lado?”. La noche en que se enamoraron no fue un cuento de Las Mil y Una Noches: fue el cuento de la única noche. La recordarían, pensaron, hasta la última reencarnación, o hasta el día del Juicio Final, cuando no escucharían sus nombres por estar recordando aquella noche. Aquella noche... Él la miró por la primera vez, y por primera vez se vio a sí mismo en ella. Y ella tomó posesión de él, y en ese territorio se descubrió completa. El día en que se unieron no fue para ellos distinto a los demás, pues siempre habían estado unidos. Poco después supieron que la vida los había escogido para florecer en su vida, pequeño tiesto colgado en el balcón del mundo. Ella sintió en su cuerpo otro cuerpo que no era el suyo, algo que al mismo tiempo le era muy propio y muy ajeno, algo que no podía tocar sino con la caricia. Y él supo que en las manitas que apenas se formaban venía un certificado de inmortalidad para él. Fueron felices los dos, y más se amaron en aquel ser que no era todavía, pero en el cual estaban los dos de cuerpo entero y alma compartida. Por las noches salían al portal y miraban al cielo con estrellas. Tan pobres, eran dueños de todo; tan pequeños, llevaban en sí todas las grandezas. Tenían poco saber, pero su sabiduría era mayor que la del sabio. Una cosa ignoraban: ¿iba a ser niño o niña su criatura? "¿Qué quieres tú que sea?” -le preguntaba ella a él. Y él, muy ufano: "-Hombre, claro. Como yo”. Así decía él. Y sonreía ella. Estaban una noche bajo el portal, bajo el cielo, cuando a lo lejos los faros de un vehículo pusieron en la sombra un haz doble de luz. "-¿Quién será?” -preguntó él. Se distinguió en una vuelta del camino el automóvil. "¡Son tus papás! -se inquietó ella-. ¡Y no tengo qué darles! ¡Ven, entremos! ¡Apagaré la luz para que piensen que estamos ya dormidos y se vayan!”. Así lo hicieron. Llegaron los padres del muchacho, vieron la casa a oscuras, en silencio, y se marcharon. Tranquila ella, volvieron al portal. No había pasado mucho rato cuando las luces de otro automóvil se acercaron. "¿Quién es ahora?” -refunfuñó él-. Se acercó el automóvil. "¡Son mis papás! -exclamó la muchacha, jubilosa-. ¡Recíbelos! ¡Yo voy a calentar una sopita que quedó de la cena!”... Pasaron algunos días. Pasaron algunas noches. Y ella otra vez le preguntó a él: "¿Qué quieres que sea nuestro bebé? ¿Niño o niña?”. Ahora sonrió el muchacho. Pasó su brazo sobre el hombro de ella y contestó: "Quiero que sea niña. Así estaré seguro de que siempre tendrá para nosotros aunque sea una sopita”... (En estos días he recordado el cuentecillo que acabo de narrar. Feliz quien tiene un hijo. Si tiene una hija, felicísimo)... FIN.

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