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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

POR ARMANDO CAMORRA

Estrenar año es como estrenar coche: lo hace uno con gusto aunque sabe que quizá alguna vez va a recibir un golpe. Yo siempre hago propósitos de Año Nuevo. No los apunto, sin embargo. Si los escribiera me daría cuenta de algo: los que hice para este año son los mismos que hice para 1993... Y para 1983... Y para 1973... Así, esta vez no me propondré, por ejemplo, poner en orden mi biblioteca. Me propondré sencillamente poner en orden el primer estante. Comenzar una obra es lo mejor que se puede hacer para acabarla. Acostumbro ir a la iglesia el día primero de cada año. Es día de pedir, ya sabe usted, y ante Diosito los hombres somos siempre niños: por eso no le molestará que le pidamos siempre. Yo no le pido que me evite sufrimientos. Eso sería como pedirle que me evitara gozos. Dolores y alegrías forman parte por igual de la vida de los hombres; es necio pedir un paraguas que nos proteja de las desgracias que han afligido a quienes viven a nuestro rededor. Le pido, sí, que cuando llegue el sufrimiento me ayude a encontrar el sentido que hay en él, de tal manera que mi dolor no sea vacío, estéril, sino me hermane con los demás que sufren, y me ayude a ser mejor. En esto del Año Nuevo, por ver el bosque no vemos los árboles. Quiero decir que por ver el Año Nuevo no vemos los 365 nuevos días que el nuevo año nos traerá. El día último, y el primero, encendemos pirotecnia de fiestas, alegrías, promesas, buenos deseos y propósitos. Pero el día dos vuelve a ser igual que todos, y para entonces el Año Nuevo ya es viejo. Quizá sería mejor, en vez de celebrar el Año Nuevo, celebrar todos los días el Día Nuevo. Haríamos una pequeña fiesta interior al despertar cada mañana. No haríamos colosales propósitos heroicos, sino "proposititos'': realizar ese día algún pequeño acto bueno para uno mismo, para quienes comparten la vida con nosotros, nuestros familiares, nuestros amigos, el prójimo, el ancho mundo en que vivimos. Así, al comienzo de cada Día Nuevo iríamos a ese templo interior que cada uno de nosotros lleva en sí -que cada uno de nosotros es-, y daríamos gracias por los dones recibidos. Y pediríamos más, porque a Dios siempre se le puede pedir más. Y ofreceríamos algo de nosotros para que ese día no fuera un vacío lleno de nada, sino un vaso colmado de las muchas cosas buenas que pueden dar algunas horas de trabajo bien hecho, de vida bien vivida, de amor bien realizado... No me propondré ser perfecto –empresa inútil-, sino ser simplemente un poquito mejor. Buscaré la felicidad, pero sabiendo que se encuentra mejor cuando se ayuda a hacer la felicidad de los demás. Procuraré compartir. Mejor aun: procuraré compartirme. Recordaré que ni la piedra, ni el árbol, ni los animales tienen que explicar su presencia en este mundo, pero yo sí la tengo que justificar, y el único modo que tengo de justificarme es haciendo que sea mejor mi pequeño mundo, la diminuta circunstancia que me rodea: mi casa, el sitio en que trabajo, mi familia... Dios no me pide mucho, pues sabe bien que soy muy poco. Lo daré todo si evito no dar nada. Y para poder dar pido primero: que Dios me enseñe a dar... (Miren mis cuatro lectores lo efímeros y vacilantes que son los propósitos de Año Nuevo: me había hecho el propósito de no escribir del Año Nuevo)... ¡A todos felicidades, y que a todos nos bendiga Dios!... FIN.

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