EDITORIAL Columnas Editorial Caricatura editorial

Decir la verdad al poder

Carlos Fuentes

Decirle la verdad al poder. Y darle poder a la verdad. Esta es la convicción —el mandato humano, la apelación íntima— que el libro y la representación organizados por Kerry Kennedy Cuomo dice, obliga y muestra. Hija, ella misma, de un mártir político que murió asesinado por la sacrílega mano de la ignorancia empuñando el arma de la intolerancia, Kerry ha dedicado su vida, no a vindicar la memoria de su padre, el senador Robert F. Kennedy, sino a darle realidad a la promesa trunca de una existencia abocada a la libertad y de un hombre que luchó contra una guerra injusta.

Este libro contiene medio centenar de testimonios personales. Los testigos pertenecen a diversas naciones. Pero todos ellos militan en un solo partido: el de la libertad. Acaso la libertad no sea plenamente realizable jamás. Nuestro mundo no puede evadir los accidentes del azar y la necesidad. Pero nuestra libertad, nos recuerda el eminente hombre de ciencia francés Jacques Monod, Premio Nobel de Fisiología y Medicina, no es sino el heroico esfuerzo de la humanidad para superar su propia contingencia.

El designio del mal político —crimen, tiranía, tortura—, es someternos de nuevo a la pura contingencia, considerarnos seres dispensables, meros objetos de la sevicia que acompaña invariablemente al poder dictatorial. Toda tiranía es como una pirámide en cuya cima se encuentra una figura faraónica, insolente, adulada a un grado tal que puede concebir su propio horror como virtud heroica. Voy a un caso que nos toca muy de cerca a los latinoamericanos: Chile bajo la dictadura de Pinochet. El obispo de Linares elogió a Pinochet por darle “más esperanza y más belleza” a la nación. ¿Quién pudo creer estas palabras? ¿El que las dijo? ¿El que las escuchó? ¿Llegaron estos elogios de la tiranía a los prisioneros políticos del Campo de Pisagua, obligados a lamer el piso frente a los oficiales del ejército? ¿Llegaron hasta la isla de Quitiquina donde los prisioneros eran obligados a correr desnudos hasta caerse desmayados? ¿Llegaron hasta los conventos abandonados donde los torturadores obligaban a los niños a mirar el suplicio de sus padres y la violación de sus madres? ¿A las cavernas de la policía militar donde los padres eran obligados a escuchar los gritos de dolor de sus hijos? ¿Llegaron a los oídos de quienes nunca más escucharían la música de Víctor Jara, asesinado con las manos rotas para asegurarse de que nunca más tocarían una guitarra?

El terror del silencio y la muerte contagia a todos los que ejercen el poder, grande o pequeño, en nombre de la tiranía. “Cualquiera que actuase con sentido humano era considerado un traidor”, dice un ex capitán del ejército chileno durante la dictadura de Pinochet. Y si evoco el terrible caso de la represión en Chile, lo hago para recordar que ningún país del mundo está exento del vicio de la inhumanidad. Hay en este libro terribles testimonios de Kenya y el Congo, de Bangladesh y Cambodia. Atención cuidémonos de asociar la barbarie a países que desde las atalayas privilegiadas del Primer Mundo son considerados, abierta o tácitamente, como “atrasados”. La barbarie no es monopolio de nadie. Chile era la más vieja y sólida democracia de América Latina. No se salvó del asalto total contra los derechos humanos encabezado por Augusto Pinochet, bendecido por obispos, clases altas de baja mentalidad y, desde luego, el gobierno de los E.U. de América.

Cuántas veces, en estas páginas, no encontramos la desdichada alianza de una poderosa democracia occidental con una infame dictadura de la miseria. Guatemala, en 1944, derrocó a un dictador que suspendió de un día para otro, la libertad de prensa y de expresión. La voluntad del pueblo guatemalteco inició entonces una revolución pacífica y democrática para extender la educación pública, distribuir la tierra y crear sistemas de salud física y fiscal. Semejantes pecados provocaron la reacción de la oligarquía guatemalteca, tildando de “comunista” al presidente democráticamente electo, Jacobo Arbenz y la intervención de la CIA en apoyo del golpe militar del coronel Castillo Armas. La democracia fue enterrada de un solo paletazo de tierra y Guatemala fue condenada a treinta y seis años de guerra civil, decenas de miles de muertos, torturados, desplazados, encarcelados, todo ello en nombre de la democracia y el anticomunismo. Las tumbas de Guatemala no acaban de ser contadas. Rigoberta Menchú da fe de esta barbarie interminable. El presidente Bill Clinton, inclinándose en Guatemala ante las víctimas de las dictaduras, actuó con la misma grandeza moral y política que el canciller Willy Brandt ante las tumbas de otro Holocausto.

Muy alto queda el honor de este libro cuando en él no dejan de incluirse, al lado de los actos de lesa humanidad de los países del Tercer Mundo, los de los propios E.U. de América dentro de su propio territorio democrático. Bobby Muller contra las minas antipersonales. Marian Wright Edelman en la lucha contra la pobreza infantil —catorce millones de niños norteamericanos—. Helen Prejean contra la barbarie de la pena de muerte: ¿quién resucita a un ser humano injustamente “ajusticiado”? Van Jones contra la brutalidad policíaca.

Elocuente e inagotable, este diccionario de la justicia evoca los derechos políticos, el derecho internacional, la autodeterminación, la reconciliación y el desarme. Pero todos los inmensos esfuerzos por un orden jurídico nacional e internacional fundado en derecho no pueden, no deben ocultar, los casos concretos, individuales, que reclaman la atención y la justicia que su propia nimiedad hace, a veces, invisibles. Y a veces, irresueltos, como el caso de la activista mexicana Digna Ochoa. La mutilación genital femenina. Los desaparecidos. La violencia doméstica. Los derechos de los minusválidos. La diversidad sexual. El trabajo infantil (las dictaduras guatemaltecas han dejado a miles de niños abandonados en las calles; los gamines colombianos son las víctimas subterráneas de la guerra intestina). Los derechos del trabajador migratorio.

En cada caso, hay un dolor subyacente. Sea del cuerpo o del espíritu, el sufrimiento habla por boca de esta galería de hombres y mujeres, todos ellos testigos de la capacidad de dañar y ser dañados. Filoctetes, en la tragedia de Sófocles, encarna el dolor extremo pero es incapaz de darle voz. Su dolor es sólo un grito interminable. El dolor vulnera a la palabra. Kerry Kennedy le devuelve voz al dolor. El mudo desconsuelo alcanza en este libro el consuelo de saberse escuchado. Y sólo los que sabemos podemos defenderlo y auxiliarlo. Dostoyevsky, en un gigantesco acto de solidaridad humana, pedía en sus novelas que “todos nos hiciéramos responsables de todos”.

—¿Por dónde empiezo?— le preguntó el novelista al más eminente crítico literario de la época, Bielinsky.

—Empieza por la persona más cercana a ti— le respondió Bielinsky.

A esto nos mueve el hermoso libro Decir la Verdad al Poder. A tomar la mano de la persona más cercana a nosotros y decirle:

—No estás sola.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 61615

elsiglo.mx