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Defender la alegría

Ccilia Lvalle

“Defender la alegría como una trinchera/ defenderla del caos y de las pesadillas/ de la ajada miseria y de los miserables/ de las ausencias breves y definitivas”.

Defender la alegría me exige Mario Benedetti; pero me cuesta trabajo hacer como que nunca vi la fotografía de una mujer en una trinchera, que protege con su cuerpo y sus brazos a sus dos hijos, uno de los cuales tiene sangre en la espalda. Hacer como que nunca vi la mirada infinitamente triste de una mujer iraquí mientras a sus espaldas se ven varios ataúdes. Hacer como que no me importa la cara de terror de una niña que levanta sus brazos mientras fusiles norteamericanos le apuntan. Hacer como que nunca supe de la tragedia de un pequeño de dos años, mutilado y huérfano por uno de tantos misiles; o la de un vendedor de autos que perdió un ojo, o la de una mujer con la cara, los senos, las pantorrillas, los brazos y los pies llenos de agujeritos causados por las esquirlas de una bomba de racimo, o la de un adolescente quemado. Me cuesta trabajo hacer como que no existe del otro lado de mi mundo una masacre en nombre de Dios y de la libertad.

“defender la alegría como un atributo/ defenderla del pasmo y de las anestesias/ de los pocos neutrales y los muchos neutrones/ de los graves diagnósticos y de las escopetas”.

Defender la alegría me pide Benedetti; pero me es difícil no imaginar el sufrimiento de Safa Karim, que a sus 11 años se está muriendo. El fragmento de una “liberadora” bomba norteamericana le dio en el estómago. Me es difícil no compartir la rabia y el dolor y las lágrimas y el luto de miles de iraquíes. Me es difícil no sentir el dolor de un médico que llora porque los heridos llegan por minuto y en ese hospital ya no hay anestésicos ni antibióticos ni casi esperanza.

“defender la alegría como un estandarte/ defenderla del rayo y la melancolía/ de los males endémicos y de los académicos/ del rufián caballero y del oportunista”.

A defender la alegría me conmina Benedetti; pero ¿cómo puedo hacerlo cuando asisto a una guerra de conquista? ¿Cómo, mientras escucho los inflamantes discursos de George W. Bush, proclamándose el elegido para salvar al mundo de los malos? Y, claro, él decide quién es el malo en turno. ¿Cómo, si asisto al renacimiento de la ley del más fuerte? ¿Cómo, si sé que, a querer o no, les heredaré a mis hijos un mundo en donde el poder está por encima de la razón, las armas por encima de la negociación y las ambiciones de unos cuantos por encima de los deseos de millones?

“defender la alegría como una certidumbre/ defenderla a pesar de Dios y de la muerte/ de los parcos suicidas y de los homicidas/ y del dolor de estar absurdamente alegres”.

A defender la alegría me exhorta Benedetti; y a mí me provoca náuseas saber que a los soldados estadounidenses en Iraq se les repartió un panfleto titulado “El deber de un cristiano”, que incluye una tarjeta desprendible para ser enviada a la Casa Blanca asegurando que el soldado que la firma está rezando por Bush. “He jurado rezar por usted -dice la tarjetita-, por su familia, por su equipo y por nuestras tropas durante estos tiempos de incertidumbre y tumulto. Que la paz de Dios sea su guía”.

Defender la alegría del dolor de estar absurdamente alegres, me suplica Bendetti; y a ratos no puedo evitar que la culpa me invada por mi risa y mi sentido gozoso de la vida. Y a ratos no puedo evitar sentirme mal, porque hay una rabia que crece sorda por dentro y se siente inconfesablemente feliz por cada miserable derrota del ejército invasor. Y a ratos no puedo evitar reconocer que esta guerra nos va haciendo a todos y todas menos humanos. Y a ratos no puedo dejar de preguntarme ¿cómo vamos a perdonarles esto?

“defender la alegría como algo inevitable/ defenderla del mar y las lágrimas tibias/ de las buenas costumbres y de los apellidos/ del azar y también/ también de la alegría”.

Defender la alegría es el apremio de Benedetti. Y su apremio se estrella con las proclamas de victoria de los siempre vencedores. Su apremio se estrella con la imagen de un niño al que no le cabe la cara de asombro, y trata de acostumbrar su mirada a los nuevos rostros que mandan ahí. Su apremio se estrella con el rostro de una mujer que no puede ocultar su humillación, la humillación de los vencidos; se estrella con el rostro de un pueblo doblegado, herido, derrotado a plomo, misiles y bombas de racimo.

Y sin embargo, sé que Bendetti tiene razón. Y sé que él sabe de qué habla. Y sé que si no defendemos la alegría como una trinchera, como un atributo, como un estandarte, como una certidumbre, como algo inevitable, se nos escaparán las esperanzas, se irán por la coladera las utopías y no podremos recuperar lo que de humanidad hayamos perdido. Defender la alegría, pues, es la exigencia, a pesar de todo.

Apreciaría sus comentarios: cecilialavalle@hotmail.com

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