La reconocida competencia del doctor Jorge Carpizo en derecho constitucional no se prolongó a su incursión práctica en el derecho canónico. Ni él ni los tres especialistas en la materia, dos mexicanos y uno español a quienes consultó, parecen haber advertido que la base jurídica en que funda su más reciente lance contra el cardenal Juan Sandoval Íñiguez es por completo ajena al conflicto jurídico y político en que ambos personajes están enzarzados.
Anteayer el ex procurador general de la República avisó al público de la presentación de una “denuncia contra Sandoval Íñiguez conforme al derecho canónico”. En el punto siete de un boletín confeccionado de prisa, Carpizo informa que tal denuncia “resulta de la probable comisión de delitos cometidos (sic) en mi contra por el señor Sandoval Íñiguez, específicamente el supuesto previsto en el canon 1390 inciso 2 del código canónico (sic), que se refiere al crimen de falsedad. La palabra que emplea ese código es precisamente esa: crimen”.
Así es, en efecto. Pero el Código de derecho canónico, que tal es su nombre exacto se refiere a una situación distante de la que relaciona, para mal de ambos, al cardenal arzobispo de Guadalajara y a Carpizo. Para que se aprecie con facilidad a qué conducta se refiere el canon citado, lo reproduzco enseguida íntegro. Pondré en letra cursiva el inciso dos, que según el denunciante sirve de base a su acción. El 1390 es uno de los dos cánones que integran el título IV de la parte segunda del libro sexto de dicho código. Esa parte se refiere a “las penas para cada uno de los delitos”, y el título IV se llama “del crimen de falsedad”: “1390. Quien denuncia falsamente ante un Superior eclesiástico a un confesor, por el delito de que se trata en el canon 1387, incurre en entredicho latae sententia; y, si es clérigo, también en suspensión. “2. Quien presenta al Superior eclesiástico otra denuncia calumniosa por algún delito, o de otro modo lesiona la buena fama del prójimo, puede ser castigado con una pena justa, sin excluir la censura.
La conducta expresada en la fórmula “lesionar la buena fama del prójimo” no puede entenderse como la descripción de un delito en general, tal como ocurre con la difamación en los códigos penales. La tipificación tiene un contexto preciso: la lesión a la buena fama debe hacerse ante un superior eclesiástico. Así lo explica la nota correspondiente a ese inciso, que puede leerse en la edición comentada del código, dirigida por Antonio Benlloch Poveda. De nuevo, pongo en cursivas el comentario respectivo, tan obvio que prácticamente repite el texto canónico: “En el derecho penal común se evidencia siempre que el legislador intenta proteger la buena fama de las personas. Así pues, quien presenta al Superior eclesiástico otra denuncia calumniosa por algún delito o lesiona de otro la buena fama del prójimo, puede ser castigado con una pena justa, sin excluir la censura”.
Es todavía más claro respecto de que este delito se consuma mediante una comunicación al superior eclesiástico el comentario que hacen Pedro Lombardía y Juan Ignacio Arrieta: “2. Delito. Denuncia calumniosa de un delito no cometido, o lesión de la buena fama de otro. Como dice el texto, la lesión de la fama ha de hacerse ante el superior eclesiástico”.
Las denuncias formuladas por Sandoval Iñiguez nada tienen que ver con el derecho canónico. No las formuló ante su Superior. Quien ha acudido a ese Superior, que en este caso es el Papa, es Carpizo. El cardenal arzobispo de Guadalajara podría, él sí, si el derecho de la Iglesia fuera aplicable al ex procurador, denunciarlo porque lesionó su buena fama ante su Superior.
Quizá confiado en las desavenencias internas del Episcopado mexicano, de que dieron cuenta en este caso las opiniones de varios prelados sobre el asesinato del cardenal Posadas Ocampo y la investigación emprendida inicialmente por Carpizo, desde mayo el ex procurador dirigió una carta a Juan Pablo II, que “oficialmente” le fue comunicado que “llegó a su ilustre destinatario”. No obstante tal muestra de cortesía, el acuse de recibo, la carta no debe haber generado efecto alguno, por lo que Carpizo dio un paso más. El 18 de septiembre presentó “oficialmente” también una denuncia, de la que también se le acusó recibo.
Es difícil que en el ámbito del derecho canónico se desenvuelva con mayor fluidez la denuncia de Carpizo que en el terreno del derecho penal. Por lo menos, el ex procurador tiene desventaja. No dudo que, no obstante ser ajeno a la práctica religiosa, cuente con la amistad y apoyo de personas influyentes, capaces de hacer llegar al Papa, tan dolido en su salud que ha reducido notoriamente el ritmo de sus actividades, la correspondencia que ha girado al Vaticano. Dudo, en cambio, que la justicia de la Santa Sede incurriera en el error de iniciar un proceso contra un príncipe de la Iglesia, que próximamente participará en el Consistorio, a instancias de un particular, por notable que sea.
Hizo bien Carpizo, en su comunicado del martes, en insistir en que sus querellas con Sandoval Íñiguez nada tienen que ver con la fe, pues explotando la creencia contraria el arzobispo de Guadalajara ha promovido movilizaciones riesgosas para la tolerancia religiosa, que es uno de los valores cuya preservación es imprescindible en la vida pública mexicana.
Por eso mismo yerra al litigar contra el purpurado en el ámbito que le es propio, el de la Iglesia y su legislación, su jerarquía y su política.