Se ha suscitado un pertinente debate sobre la dudosa calidad (o, mejor dicho, sobre la deficiente calidad) de un buen número de establecimientos de educación superior, muchos de los cuales se autodenominan universidades, sin contar con los requerimientos mínimos para prestar un servicio educativo eficaz en las carreras ofrecidas y mucho menos para ostentar la denominación de que se ufanan. Las necesidades de un amplio sector de la población, las limitaciones de las universidades públicas, la creencia de que un graduado de enseñanza superior tiene sin dificultades acceso a los mercados de trabajo, la codicia de mercachifles que sin pudor engatusan a solicitantes crédulos, todos esos y otros factores determinan el florecimiento de esos negocios fraudulentos disfrazados de escuelas, cuya eficacia ha sido puesta en cuestión.
En contraste con esos establecimientos, instalados con precariedad aún física (que es la más sencilla de superar), en corralones y cocheras, la educación privada superior cuenta con media docena, al menos, de instituciones de tradición y prestigio. Entre ellos sobresale la Universidad Iberoamericana, que este año cumple sesenta años de edad, seis décadas en que ha procurado cumplir los principios de la educación superior de inspiración cristiana. Perteneciente a la Compañía de Jesús, ha contado con el apoyo de empresas y personas persuadidas de que la formación humana implica no sólo la adquisición de destrezas profesionales sino también y de manera eminente, la transmisión de valores.
Tales valores no se comunican sólo en las aulas, en el ejercicio propiamente académico, docente, sino también en la idiosincrasia de la institución, en la conducta de sus autoridades. Cuando las hay, es fácil percibir las contradicciones entre lo dicho en las clases o proclamado en las publicaciones académicas y el comportamiento en áreas que en apariencia son ajenas a la educación propiamente dicho. En el caso de la UIA se advierten signos contradictorios entre su credo, fundado en el respeto a las personas y la agresiva política laboral que se despliega a últimas fechas.
Esa política incluyó, el año pasado, una andanada contra el sindicato, que durante la mitad de la vida de la Iberoamericana ha sido un factor que contribuye al propósito institucional en vez de estorbarlo y sin por ello contrariar su esencia, que es la defensa y promoción de los derechos laborales de sus afiliados. Se buscó disuadir a profesores de su pertenencia a la organización sindical y aun se llegó, desde el ámbito de la autoridad interna, a propiciar el cuestionamiento a un comité directivo y su reemplazo por otro, que no tuvo empacho en mostrarse más adicto al parecer patronal que al de sus representados. Ese comité sustituyó al abogado que representó al sindicato por décadas y en su lugar buscó los servicios de un ambiguo profesional que al mismo tiempo era representante de una central corporativista en la justicia laboral.
Fue tan abusivo ese comportamiento que los trabajadores lo eliminaron eligiendo a un nuevo comité que propuso a las autoridades de la Ibero el remozamiento de las antaño fructíferas relaciones laborales. El resultado de la elección correspondiente debió ser una lección para las cabezas de la Universidad, porque con todo evidencia los sindicalistas rechazaron la injerencia patronal y con su voto recuperaron su dignidad. La respuesta, sin embargo ha sido negativa y áspera. La representación patronal ha llegado al extremo de incumplir fallos de la jurisdicción del trabajo, cuando pretendió impedir por la fuerza la reinstalación de empleadas que obtuvieron el reconocimiento a ese derecho.
La situación es peor al día de hoy. Este martes el sindicato hizo pública su inquietud: “En los últimos dos meses se ha agudizado la estrategia de despedir a trabajadores sin causa laboral alguna. Sin mediar ningún tipo de justificación legal, la dirección de personal de nuestra universidad ha ejercido semana tras semana presiones y amenazas contra los trabajadores de esta casa de estudios, con la intención de que acepten liquidaciones o prejubilaciones. Los despidos o amenazas de despido se han dirigido por igual contra académicos, personal administrativo o de servicio. Esa estrategia se suma a la de la práctica de juntas aclaratorias como instrumentos para intentar amenazar y despedir injustificadamente a trabajadores que cuentan, incluso, con más de treinta años de servicio ininterrumpido a la comunidad universitaria”.
En su comunicación pública, titulada “Rechazo al despido masivo y a la ilegalidad en la Universidad Iberoamericana”, el comité ejecutivo sindical reprueba “ese comportamiento abiertamente ilegal y agresivo”, y se opone a que “la supervivencia de las familias de trabajadores universitarios se vea amenazada por la irresponsabilidad e ilegalidad con que actúan las autoridades laborales de la Universidad Iberoamericana”.
El sindicato llama “a toda la sociedad a sumarse a nuestra defensa de los derechos laborales y humanos de los trabajadores en la UIA y a solidarizarse con ellos”. Es lo que hacemos aquí, de este modo, con la certidumbre de que es posible, como lo propone el sindicato, “actuar con la ley en la mano y con la convicción de nuestro respeto a la dignidad humana, tal y como lo marca nuestro ideario universitario”.
Supongo que, si necesidades que no pueden encararse de otro modo obligaran al reajuste, habría comprensión y colaboración sindical. Pero no así.