El embate norteamericano para ir a la guerra contra Iraq se ha visto frenado un tanto, y desde un principio, por la reticencia de dos de sus principales aliados europeos, Francia y Alemania. Ello contrasta notablemente con la postura casi incondicional de países como España y, cuándo no, la Gran Bretaña. La poca colaboración francogermana, y cómo diverge del apoyo que ofrecen otros países, ha provocado reacciones más bien airadas desde todos los niveles de la administración Bush bis.
Lo interesante desde el punto de vista histórico (cómo pesa el pasado en el presente), es que una de las quejas más recurrentes viene siendo que esos países son unos mal agradecidos, dado que tienen una deuda enorme con los Estados Unidos. ¿Por qué? Porque hace algo más de medio siglo, los bravos chamacos norteamericanos se jugaron el pellejo (y muchos terminaron con el mismo perforado) para liberar Europa y salvar a ambos países del nazismo. Un funcionario americano de segundo nivel lo expuso sucinta pero contundentemente: “De no ser por nosotros, en París ahorita estarían hablando alemán y estirando el brazo derecho”.
La reticencia francesa no es nada nueva, y de hecho ha venido enervando a sus amigos y aliados desde la mismísima Segunda Guerra Mundial. Pese a que en 1940 los ejércitos franceses fueron derrotados de manera contundente por la blitzkrieg nazi en menos de seis semanas, los militares franceses que escaparon de la debacle insistían en ser tratados, en Londres y Washington, como si ellos tuvieran aún con qué imponer condiciones en la conducta de la guerra. En el exilio, Charles De Gaulle se volvió una plaga para los británicos por sus persistentes e inacabables demandas, pese a que tenía apenas un puñado de soldados bajo su mando. Al final de la guerra, Francia demandó un trato igual que el de los Tres Grandes que habían derrotado a Hitler (EUA, URSS y Gran Bretaña), de manera tal que hubo de redibujarse el mapa de ocupación de Alemania acordado en Yalta, para que existiera una zona de control militar gala en el país derrotado. Esta autocomplacencia (algunos la llamarían soberbia) dio pie a una anécdota iluminadora: Cuando el General Jodl llegó al cuartel de Eisenhower en Reims para firmar la rendición germana, su mayor sorpresa fue encontrarse con un delegado francés en la ceremonia. “¡Cómo! ¿También los franceses?” dicen que exclamó. No le faltaba razón: después de todo, Francia había sido arrollada casi cinco años antes, no se había liberado por sus propios medios (como sí lo hizo Yugoslavia, por ejemplo) y había contribuido a la derrota nazi menos que, por ejemplo, Canadá (reconozco que esto es discutible... aunque no para los canadienses).
Por supuesto, Francia obtuvo desde un principio su lugar permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU (de lo que se ha arrepentido Estados Unidos no pocas veces) y le ha tratado de demostrar de una y mil formas a su libertador que no es su perro faldero (de lo que tildan a los británicos). En fecha tan remota como 1966 De Gaulle sacó a su país del comando militar de la OTAN, nada más para demostrar que no seguiría las órdenes de Estados Unidos; al mismo tiempo, desarrolló una capacidad nuclear independiente, que de cara a la amenaza soviética era risible, pero que le permitía en teoría prescindir del “paraguas nuclear” norteamericano que protegía a Europa Occidental contra un posible ataque ruso. Total, que los franceses se han complacido en ponerle piedritas en el zapato a los americanos, y demostrarles que los sacrificios del Sargento Saunders, el soldado Ryan y una Banda de Hermanos les importan muy poco.
El caso de Alemania es más enigmático. Por lo general, los germanos habían mantenido magníficas relaciones con los americanos desde 1949, cuando bajo sus auspicios se creó la República Federal de Alemania con los sectores occidentales de ocupación (que incluían a Berlín Oeste). Claro, la colaboración le convenía a ambos países, dado que el miedo no anda en burro: Sólo los americanos podían impedir una victoriosa arremetida rusa sobre Europa Occidental (que forzosamente pasaría por Alemania); y los EUA necesitaban la colaboración teutona para detener a los soviéticos. El arreglo se mantuvo durante toda la Guerra Fría, aunque con sus desniveles. En los ochenta, cuando EUA insistió en colocar misiles nucleares de mediano alcance en Alemania (los famosos Pershing II), el pueblo germano se volcó en las calles para protestar: Según muchos, aquello era una sentencia de muerte para el país en caso de estallar una guerra (los lemas usuales de protesta eran “The shorter the range, the deader the Germans” y “Better red than dead”. O sea: “Mientras más corto el rango, más muertos los alemanes” y “Mejor rojo que muerto”).
Los americanos se sorprendieron: Los misiles, que costaban un ojo de la cara, eran precisamente para defender a los alemanes; además, al parecer éstos preferían, comodinamente, que las ojivas nucleares soviéticas cayeran en Seattle (a donde no llegaría nunca un tanque del Pacto de Varsovia) y no en Frankfurt (ciudad que sería alcanzada por los blindados rusos a los cuatro días de iniciado el ataque, según varias estimaciones). El gobierno alemán hizo de tripas corazón, respaldó al americano y los misiles se instalaron. A los pocos años cayó el Muro, y la amenaza soviética se desvaneció. Por supuesto, EUA piensa que sin su concurso y protección, la reunificación germana nunca se hubiera llevado a cabo. Así que la actual resistencia alemana a los planes de Bush Jr. representa para ellos una muestra de ingratitud tamaño caguama.
Para acabarla, igual que en el caso de México, Alemania se encuentra en el Consejo de Seguridad en un momento crítico, cuando los votos ahí serán cruciales, y dependiendo de como se produzcan, los EUA valorarán quiénes son sus amigos y quiénes no. Todo ello, estando en la Casa Blanca una administración que sólo ve en blanco y negro, sin discernir ningún tono de gris. Ni siquiera es detectable materia de ese color dentro de muchos cráneos en el 1600 de la Avenida Pennsylvania.
Así pues, ¿qué mueve a Francia y Alemania a oponerse de manera tan abierta a los designios americanos? Por un lado, claro, la guerra es sumamente impopular en ambos países. Por otro, esa actitud constituye un esfuerzo para demostrarle a EUA que no puede hacer lo que le venga en gana sin tener el cuenta a la “Vieja Europa” (Rumsfeld dixit). También, como veíamos, está el añejo orgullo galo, y una especie de declaración de independencia por parte de Schroeder, dado que el viejo oso ruso ya está en el armario de los recuerdos.
Pero, ¿les saldrá bien la jugada? ¿Qué pueden ganar con ello? Alemania puede despedirse desde ya de su viejo anhelo de ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad: sus prospectos se fueron por el caño por, al menos, otra generación, dado que EUA no los querrá ver por ahí en mucho, mucho tiempo. Francia puede vetar cualquier resolución, como uno de los Cinco Permanentes. Pero con veto o sin él, EUA va a ir a la guerra... con lo que Francia sólo conseguiría demostrar su absoluta irrelevancia en asuntos globales, y comprobar de manera cristalina lo que es un secreto a voces: Que desde Dien Bien Phu (1954) o, siendo generosos, la Crisis de Suez (1956), ya no es una potencia mundial.
La cuestión de las deudas contraídas cuando los muchachotes de Iowa y Wisconsin se fueron a partir la... cabeza en Normandía y las Ardenas para librar a Europa (Alemania incluida) del monstruo del nazismo no le suena sino a las viejas generaciones: las nuevas poco o nada parecen aprender de las películas de la Segunda Guerra, y poco no nada saben (ni les interesa) de lo que significó aquella lucha titánica. Apelar a esas deudas, a un cierto sentido del honor, francamente es pretender jugar con reglas que hace mucho dejaron de funcionar.
¿Y México? Bueno, creo que la cosa está clara: mañana debemos presentar la propuesta de resolución canadiense, dejar que ella siga su curso, y luego (a menos que Saddam se vuelva monje benedictino o algo así) votar en favor de la intervención. Perdónenme, pero dado que el voto de México en el CS puede ser crucial, debe maniobrar para obtener de los gringos las mayores concesiones posibles a cambio de nuestro “sí”. Sí, ya sé que somos un país amante de la paz (aunque nuestro Himno Nacional chorrée sangre) y de los tacos de chicharrón y de no sé cuántas cosas más. Y que habrá muchas bajas civiles en una guerra no muy justificada que digamos (aunque de las multitudes de civiles torturados, ajusticiados y gaseados por Saddam nadie parece acordarse). Pero el caso es que tenemos la oportunidad histórica de sacarle compromisos (¿qué tal un acuerdo migratorio?) a un país con el que la geografía nos une, nos guste o no; y con el que pocas veces podemos negociar desde una posición de fuerza.
En todo caso, EUA va a lanzarse a la guerra en dos o tres semanas, vote como vote el CS. Llámenme cínico, pero creo que podríamos obtener algo de provecho del berenjenal en que nos metimos (o nos metió Castañeda, en todo caso). Preferiría que me llamen realista. Y la política, dicen por ahí, es el arte de lo posible; no de las buenas intenciones ni de los sentimientos magnánimos. Debemos votar según lo que mejor convenga a los intereses de México... como Turquía ha estado haciendo con los suyos. Si nos gusta hacernos los sufridos y buenecitos para que los hechos (no los ideales) nos pasen por encima, y no aprovechamos las circunstancias de la realpolitik mundial, luego no nos andemos quejando que nos traten como de Ligas Menores. Como, me temo, los EUA van a empezar a tratar a Francia y Alemania, por andar de comadrejas.
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