Segunda y última parte
L a Sociedad Civil.- Al pasar a la arena de la sociedad civil y examinar el papel de los ciudadanos y sus organizaciones, Ramírez Sáiz, encuentra que a pesar del avance en el terreno electoral la democratización de la sociedad misma -la intervención directa de los ciudadanos para hacer valer sus derechos y limitar al poder gubernamental- no está asegurada. En México y en la relación sociedad-gobierno persisten fuertes rasgos de corporativismo y clientelismo. Las actitudes ciudadanas son aún las propias de una minoría activa -ese es el motor de la democratización y el grueso de las organizaciones no gubernamentales—, que arrastra al resto de la sociedad. En suma, aún no está decidido el resultado de la lucha entre las inercias autoritarias y las relativamente débiles tendencias democráticas. Para Ilán Bizberg, el examen del panorama laboral hace más que evidente el desprestigio e ilegitimidad de las dirigencias tradicionales y el desgaste de los sindicatos y de las organizaciones campesinas que constituyeron el corazón corporativo del antiguo régimen priista. Sin embargo, el inicio de la democracia política está dándoles nueva vitalidad a algunas organizaciones y permitiendo una expresión cada vez más abierta y libre de los conflictos laborales y agrarios. Si en el 2001 el Consejo Agrario Permanente no pudo movilizar a los campesinos en contra de las políticas agrarias del nuevo régimen, en el 2003 las manifestaciones de organizaciones campesinas en la Ciudad de México resultaron masivas y obligaron al gobierno a escuchar y pactar. En fin, con la democracia se abre la posibilidad de revertir ya un proceso de veinte años de descomposición de las organizaciones de trabajadores y campesinos en México.
La Sociedad Económica.- En México, como en muchos otros países, la reforma económica motivada por el fracaso del modelo de crecimiento a base de sustitución de importaciones -la prioridad del mercado, la apertura y la privatización- ha ido moldeando la reforma social. Se trata de un híbrido donde viejas instituciones buscaron con nuevas políticas compensar lo que el mercado -el factor determinante- no otorgaba a los asalariados. Fue el caso de una política social compensatoria, muy enfocada al alivio de la pobreza, como Solidaridad o Progresa. Ese cambio, señalan Alba y Valencia, provocó, entre otras cosas, una amplia gama de tensiones dentro del aparato burocrático encargado de la política social y entre la burocracia y los supuestos beneficiados. Como sea, el fracaso de las políticas sociales de los dos modelos -el de sustitución de importaciones primero y el de crecimiento hacia fuera, después- fue uno de los factores que aceleró el fin del antiguo régimen. El naufragio de las políticas sociales del autoritarismo resultó ser un factor positivo en la democratización de México, pero eso desembocó lógicamente en la siguiente cuestión: ¿cuál es la política social que una democracia de derecha puede elaborar para no fracasar? ¿cómo dar con una política social que sea, a la vez, funcional para el mercado y para la consolidación del nuevo régimen? Por ahora no hay una respuesta clara, el nuevo régimen sigue, en lo básico, la estrategia de los últimos dos gobiernos de la época autoritaria: “combate focalizado a la pobreza extrema (y) tendencia a la privatización de algunos segmentos del sistema de protección social... Las novedades vienen por la búsqueda de universalización de servicios mínimos..., por la atención a la pobreza urbana (abandonada en el sexenio de Ernesto Zedillo), la extensión de los apoyos a la pobreza extrema rural...”.
En cualquier caso, la democratización requiere hoy, con urgencia, una política social más activa o empezará a perder legitimidad.
La Conclusión.- En México al inicio del siglo XXI, tanto el gobierno como el ciudadano cuentan con un diagnóstico y con la identificación de vías de acción para que eche raíces en México la democracia. Hay, además, un epílogo que resume el consenso al que se llegó casi desde el momento en que se dio el cambio de régimen. De esos puntos destacan los siguientes: la necesidad de una nueva Constitución, de un consejo nacional de política exterior, de un servicio civil realmente profesional, la elección del Procurador por el Senado, el refuerzo del federalismo con recursos a estados y municipios, la autonomía para ciertos organismos estatales autónomos como el INEGI, la reapertura del tema de la autonomía indígena, etcétera.
Finalmente, en esa agenda —y en prácticamente cualquier otra que surja de un análisis de las posibilidades y debilidades de la democracia mexicana— está el enorme y profundo tema de los derechos económicos y sociales. La igualdad política de la democracia no es sostenible en el largo plazo en una sociedad con una economía estancada, como es nuestro caso, ni tampoco es sostenible en una sociedad con 53 por ciento de su población clasificada como pobre y que, además, continúa marchando hacia la profundización de la desigualdad social.
La revitalización del mercado interno y la reforma fiscal para dotar de mayores recursos a la política social, son dos medidas que urge tomar si el cambio político mexicano se ha de sobreponer a las resistencias autoritarias y fructificar en una sociedad más digna y justa.