El viernes pasado, en el seno de la ONU, México protagonizó uno de las escenas más dignas y honorables de su historia diplomática reciente. No sólo remó en contra de la avasalladora presión estadounidense para arrastrarnos a una resolución a favor de la guerra a Iraq; además denunció públicamente la inmoralidad de esa presión. No es correcto, aseguró nuestro Canciller, que las potencias aprovechen su fuerza para intimidar y forzar el voto de países más débiles. Toda una muestra de autonomía y dignidad.
Por desgracia, la dignidad suele pagarse tarde o temprano. Cuando eso suceda, será bueno recordar el orgullo que ahora sentimos. La posición de la delegación de México en el Consejo de Seguridad de la ONU refleja cabalmente el sentir de la opinión pública del país. Nadie quiere avalar una guerra tan innecesaria como absurda. El problema es cómo decirle que no a nuestro poderoso vecino, sin que se ofenda. Más aún, sin que tome represalias.
Difícilmente habrá sanciones oficiales en contra de México por parte del gobierno de Bush. Por lo menos de manera explícita. Sería demasiado rudo y descarado. Estados Unidos estaría dando la razón a los que le acusan de forzar y prostituir el voto de países más débiles. Quizá el asunto llegue al Congreso norteamericano por vía de algún furibundo senador o representante conservador que proponga sanciones explícitas para castigarnos. Pero, insisto, difícilmente habrán de prosperar estas propuestas en verdaderas resoluciones punitivas.
En cambio, es factible que el voto de México se traduzca en una animosidad dentro de sectores importantes de los círculos de negocios y de los centros de poder en Estados Unidos. Esta es la parte preocupante, porque es incontrolable. Recordemos el enorme impacto que generó un boicot turístico por parte de las agencias de viajes internacionales, luego de un voto del gobierno de Echeverría en contra del judaísmo. Es una pequeña muestra de lo que las cámaras, asociaciones, circuitos financieros y grupos de interés podrían provocar con un simple giro en sus criterios al negociar con México. La falta de un acuerdo, la aceptación de un reclamo de productores de Kansas, el disgusto de un operador de grandes fondos de inversión en Nueva York, etc., pueden significar el desplome en las exportaciones de hortalizas, la caída de un proyecto de inversión en Los Cabos o el endurecimiento en la contratación de oaxaqueños en plantas industriales de Seattle. Quizá el senador furibundo de Georgia no pueda lograr una sanción contra México en el Congreso, pero sí puede conseguir que el círculo de negocios de Atlanta que lo apoya, cancele la inversión planeada en astilleros del golfo, por ejemplo.
La promoción de los intereses mexicanos consistía en hacer ver a los centros de poder en Estados Unidos que el bienestar y crecimiento de México estaban ligados al bienestar de Norteamérica. Durante siglos ellos han actuado como si el mundo civilizado terminara en la frontera y la barbarie arrancara al dar el primer paso hacia el sur. Poco a poco les hemos demostrado que en realidad no hay frontera sino un tercer país que crece y se desarrolla en las estribaciones de ambos, muy a pesar de lo que haga Washington o la Ciudad de México. Es un país con lógicas e inercias propias, que extiende sus brazos hasta los barrios de Chicago o Nueva York hacia el norte, y hasta pueblos de cholos en Guanajuato, hacia el sur. Gobiernos estatales, como el de Texas, han llegado a la conclusión de que su prosperidad sólo será posible con la prosperidad de la zona fronteriza mexicana, a la que están simbióticamente vinculados.
Esta conclusión poco a poco había derivado en una actitud favorable por parte de las autoridades y los círculos de negocios estadounidenses. Una actitud que consiste en aceptar acuerdos o negociaciones que no siempre favorecen los intereses de ciudadanos norteamericanos, pero propician la prosperidad de sus vecinos del sur.
El riesgo es que perdamos todo este avance debido al enfrentamiento a propósito de la guerra en Iraq. Sería lamentable que una posición política legítima y digna (como es nuestra tradición pacifista) se traduzca en un descalabro para muchos compatriotas cuyo bienestar depende de las relaciones con Estados Unidos.
El gobierno mexicano tiene también una responsabilidad moral hacia los millones de ciudadanos que se verían afectados en su empleo, su patrimonio o simplemente en sus posibilidades de salir adelante. En las próximas dos semanas el debate sobre la guerra habrá de alcanzar su fase terminal. No estoy argumentando a favor de cambiar nuestro voto para apoyar a Bush. Simplemente alerto de la necesidad de conciliar dos responsabilidades morales aparentemente antagónicas: El rechazo a la guerra y la protección de los intereses de muchos mexicanos. El gobierno de Fox deberá actuar con la mayor cautela, habilidad y sentido de responsabilidad para no traicionar estas dos exigencias contradictorias. No podemos vender nuestro voto, pero tampoco podemos inmolar a millones de mexicanos, entre ellos los más desamparados. (jzepeda52@aol.com)