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Discriminación por edad.../Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Suena el teléfono en mi casa, que es la de ustedes. Son las ocho de la mañana. No respondo porque estoy bajo la regadera. Pasan dos minutos y vuelve a sonar el aparatejo. Será algo urgente, pienso; y sin secarme salgo a la recámara para descolgar la bocina. ¡Bueno!, respondo de mal talante—. De allá para acá escucho el saludo de una voz educada y meliflua: “Llamo de la ciudad de México... ¿puedo hablar con el señor Orozco?”.

Demoro en responder porque pienso que quizás quien llama sea un oficial del Estado Mayor del presidente Fox, que desea saber si ya recibí los dos pesos con 77 centavos que mandó don Vicente ‘pá que me ayude’. Yo soy, a sus órdenes; contesto mientras veo que a mis pies ha crecido un charco con el agua que resbala de mi cuerpo y escucho que la ducha del baño quedó abierta y se desperdicia el líquido elemento por el resumidero.

“Tanto gusto señor Orozco. Le llamo para informarle que hoy amaneció usted de suerte pues ha sido seleccionado para que el Banmadre le abra una disponibilidad de efectivo hasta 50 mil pesos por medio de su tarjeta de crédito. Sólo necesitamos sus datos personales que, desde luego, permanecerán en absoluta confidencialidad: ¿Cuántos años tiene usted, señor Orozco?”.

Ahí se acabó el encanto para la voz inesperada. Mi edad, que ahora prefiero mantener en el misterio, resultó la mejor manera de finalizar el fenicio asedio del vendedor de ilusiones. El interlocutor telefónico escuchó las cifras de mi madurez en plenitud ­­como le dicen ahora a la cuasi vejez­­ se tragó su mugrosa saliva y se deshizo verbalmente en disculpas, antes de llegar a reconocer, mortificado, que cuánta pena, pero yo no constituía un sujeto beneficiable con aquella maravillosa disponibilidad de crédito. De acuerdo con las normas bancarias cualquier persona con más de 65 años de edad resulta inviable para todo y todo, recalcó, quiere decir todo; una muerte social, política, civil y financiera que incluye a los ricos, a los riquillos, a los pobres y a los miserables.

Colgué el teléfono tras echar unas cuantas malas palabras y me dispuse a secar el piso de mi habitación. Pensaba cómo iniciar la ímproba tarea cuando entró uno de mis nietos, se detuvo en la puerta, me vio de pie sobre el charco, con el rostro estupefacto y la toalla enredada en la cintura; e ipso facto se pegó con la palma de la mano en la frente y corrió a decirle a mi esposa: “Abuelita, abuelita, el abuelo se “pipió” en el piso de su cuarto”. En el clímax de la abnegación moví la cabeza resignado y me arrodillé a recoger el agua. “¡Válgame Dios! ¿Pues qué te pasó?” dijo mi esposa al verme, con una actitud conmiserativa, cual si fuese un prostático irredento.

No respondí, simplemente corrí al baño a concluir mis interrumpidas abluciones matinales. Bajo la ducha retomé el tema de la discriminación por longevidad; pensé que esas disposiciones bancarias constituían una injusta diferenciación que es necesario combatir. ¿Por qué se le cree a un treintañero inexperto que contrata un financiamiento con más audacia que respaldo económico? ¿Y por qué se niega solvencia a una persona mayor de edad, con mucho o poco patrimonio? La respuesta es obvia: Las compañías de seguros no aseguran a los vetarros: Son un riesgo muy alto.

Esa misma mañana me acerqué al banco donde mis empleadores depositan cada quincena el salario que devengo. Iría con afán investigatorio, pues había visto en los periódicos y en la misma institución bancaria varios anuncios inspiradores: “¿Tiene usted un apuro inesperado? No sufra. Solicite un crédito hasta por tres meses de su sueldo. Banmadre le ayuda”.

Sólo para calar aquella publicidad hice cola ante el escritorio de un ejecutivo de cuenta. Después de esperar un buen rato, el hombre se dignó levantar los ojos hacia mí por un instante: “¿Qué se le ofrece?” murmuró sin dejar de hacer cuentas en una calculadora eléctrica.

Vengo por lo de los créditos sobre la nómina, le dije. “¿Quién es su patrón?” me interrogó. Tal y cual, respondí. “¿Cuánto gana?, ¿qué puesto desempeña? ¿qué antigüedad tiene? y (¡maldición) ¿cuál es su número del Registro Federal de Causantes?...”.

Todo lo declaré. Cuando oyó las iniciales y los números del RFC tomó nota apresuradamente, digitalizó un cálculo en su maquinita y alzando su vista en una mirada de conmiseración meneó la cabeza negativamente y pronunció un indescifrable umpfff que significaba “ya para qué me dice más”. Luego se dedicó a golpear con el dedo el pedazo de papel donde había escrito mis datos. “Dispénseme señor, pero usted no es elegible, lo siento. Es qué.....”... Preferí interrumpirlo antes de que me dijera: “Es que usted casi está muerto, sólo que todavía no se ha dado cuenta”. Minutos después salí del Banmadre convencido de que eso que anuncia el Gobierno Federal sobre el apoyo a la tercera edad resulta un puro cuento.

Exhorto, por lo tanto, a los diputados y senadores por Coahuila que anhelan llegar a la gubernatura en el 2005 a que prueben un mínimo sentido de solidaridad con “la mayoría de edad en plenitud” y gestionen ante sus compañeros legisladores la derogación de todas las disposiciones bancarias que limitan el acceso al crédito a los sesentones. Si logran hacerlo, les prometo una manifestación de viejos en plenitud que los conducirá a vivir en el Palacio Rosa de Saltillo aunque sea por seis años...

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