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Dos aniversarios/Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Los atentados del once de septiembre de 2001, hace dos años ya, quebraron para siempre la invulnerabilidad norteamericana y provocaron la muerte atroz e inexcusable de miles de personas. Pero dieron vida por lo menos a dos, el presidente Bush y el alcalde Rudolph Giuliani. La porción final de su gobierno de Nueva York, sus últimas semanas, hubieran declinado marcadas por los escándalos, la frivolidad, los excesos y las insuficiencias del gobernante. Pero la prontitud y prestancia de su reacción ante el desastre lo encumbraron ante los ojos de sus gobernados y aun lo proveyeron del capital político que ha hecho tan exitoso su despacho de asesoría, de lo cual tenemos evidencia en la ciudad de México.

El presidente Bush, por su parte, después de largas horas en que una prudente cautela institucional lo hizo perdidizo y lo dejó mal parado ante la opinión pública como timorato, consiguió ponerse a la cabeza del gran esfuerzo nacional por asimilar el feroz embate. Pasó de ser un mandatario casi aldeano, con escaso interés por los asuntos internacionales, a dirigir a su país en una nueva era de intervencionismo, avalado por la necesidad de precaverse de nuevos ataques.

La invasión a Afganistán, sin embargo, como lo mostraría también el ataque a Iraq, probó que la rudeza no implica eficacia ni conduce a ella, pues en ambas iniciativas bélicas no se ha alcanzado el objetivo que explícitamente buscó la nueva política guerrerista de Washington. Osama bin Laden no fue capturado en Afganistán, ni se ha establecido allí por entero el control del gobierno generado por la invasión. En Iraq, aunque se achicó notablemente la baraja con las efigies de los más buscados, no se ha podido apresar a Saddam Hussein. Ese fracaso sería menos relevante si en ambos casos la ocupación militar extranjera hubiera transformado completamente las condiciones autoritarias vigentes hasta los ataques norteamericanos. Pero no ha llevado paz y ni siquiera estabilidad a ninguno de esos países.

La esterilidad de la invasión a Iraq, su elevado costo financiero y en pérdidas humanas (norteamericanas, que son las importantes en Estados Unidos) ha hecho hoy descender la popularidad del presidente Bush, elevada a sus máximas cotas después del once de septiembre y al comienzo del ataque a Bagdad. Pero vivió sus mejores horas, en paradoja terrible, mientras más oscuras fueron las de sus conciudadanos.

Junto al dolor por la desaparición de los suyos, los norteamericanos vivieron y viven todavía en el estupor, la perplejidad y el miedo, empeorados por la disminución de las libertades civiles. La lucha contra el terrorismo, cuya justificación es plena, se ha librado con merma de derechos en general, que sin embargo se han reanimado y florecen de nuevo.

Pero su declive, aunque fuera temporal, mostró que aun democracias liberales sólidas como la de Estados Unidos, de que sus ciudadanos se ufanan a justo título, son doblemente vulnerables, por el terrorismo y la lucha contra el terrorismo.

Nadie en su sano juicio pudo sentir alegría por la desgracia norteamericana de hace dos años, ni evocar alguna forma de justicia por agravios que Washington haya inferido en cualquier tiempo y en cualquier lugar.

Pero la coincidencia de dos infortunios en una fecha condujo a recordar la influencia norteamericana en el golpe militar que hace treinta años interrumpió de modo sangriento la democracia en Chile, donde la dictadura provocó tantos muertos en sus primeros días como los que cayeron en las torres gemelas de Nueva York.

Las tres décadas corridas desde el intento, a la postre fallido, de Pinochet por destruir la democracia en su patria, a cuyas instituciones había jurado servir, han mostrado la vitalidad de la sociedad chilena, la fortaleza de su cultura política, la tenaz voluntad de sus dirigentes civilizados por reencontrar el camino.

La situación presente no satisface a todos, por cuanto que persisten las desigualdades contra las que se propuso luchar el finado presidente Salvador Allende y porque sobreviven modos y trabas impuestos por los militares que quizá no tienen secuestrada a la democracia chilena pero le colocaron grilletes que es preciso romper.

Informados paso a paso de las intenciones castrenses, los servicios de inteligencia norteamericanos proveyeron a su gobierno de los elementos para avalar el cuartelazo. Un teniente coronel, miembro de esos servicios se ufanó de que el golpe “estuvo cerca de ser perfecto”. Era un diagnóstico equivocado: el abatimiento de la democracia distó de la perfección, tuvo el enorme defecto de realizarse sobre decenas de miles de cadáveres. Aunque no se sabe que asesinara a nadie con sus propias manos, Pinochet autorizó sibilinamente, o no impidió, corridas letales contra militantes de la democracia, no sólo guerrilleros que habían tomado las armas, sino respetados dirigentes políticos o encumbrados generales que con su autoridad moral denunciaron la perversidad intrínseca del golpe.

Los dos aniversarios que hoy se cumplen, manchados por la efusión de sangre, obligan a la obvia reflexión sobre la irracionalidad de la criatura humana. Acaso para disfrazar u ocultar su primitiva condición, como coartada casi, el hombre ha querido definirse como un ser racional y llamó Edad de la Razón a una etapa de su devenir. Nos asaltan por doquier, sin embargo, las evidencias de que la razón es uno de los últimos, uno de los más débiles móviles de los seres humanos. De lo contrario no asesinaría.

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