Odio cuando sucede algo así: hay temporadas en que no ocurre nada, no se celebra nada, no hay mucho con qué llenar las cuartillas y hay otras en que los sucesos y efemérides se acumulan. Que es lo que ocurre ahora: el informe, la muerte del Piporro y los aniversarios segundo y trigésimo de los ataques al WTC y del derrocamiento y muerte de Salvador Allende, respectivamente.
Por supuesto, cada quién tiene sus prioridades. Para un servidor, más importante que lo dicho por Fox o los gritos de los nuevos orangutanes del Bronx priista (y perredista), fue el deceso del último cómico mexicano realmente popular, creador de todo un lenguaje y una estética de la norteñidad y carismático por naturaleza. ¿Quién nos queda? ¿Derbez? ¿Adal? ¡Por favor! Ésos no le llegan a los talones a la generación de Resortes, Tin Tán, Clavillazo, Palillo. Quizá el único de nuestros contemporáneos que se salva sea el Güiri-Güiri; algo tiene ese hombre dentro de la cabeza y entre pecho y espalda.
Pero el angelito parado en el hombro susurra que, los domingos y en página editorial, uno debe abordar los aniversarios más pesados; que, como decía, esta semana son dos. Recurriendo al muy científico y racional sistema del volado, cayó que me ocupara hoy de los atentados que hace casi dos años cimbraron a Nueva York, Arlington (donde está el Pentágono) y un campo de Pennsylvania. El próximo domingo nos ocuparemos del aniversario treinta del golpe de Estado de Pinochet.
¿Qué decir, a dos años de distancia, sobre lo ocurrido aquella confusa, tortuosa mañana de septiembre? Bueno, hay algunas lecciones y conclusiones que podríamos revisar:
Ítem 1: No soy paranoico; sólo que todo el mundo me quiere hacer daño: Mucha gente alrededor del mundo sigue sin entender el impacto psicológico que los ataques de hace casi dos años tuvieron en la identidad, autoestima y confianza en sí mismos de los americanos. Este pueblo, históricamente, había podido optar entre apartarse del mundo o intervenir en él. Después de todo, la geografía estaba de su lado: rodeado por dos océanos y dos vecinos débiles, nunca tuvo nada qué temer proveniente de más allá de sus fronteras. La última declaración de guerra por parte de los Estados Unidos ocurrió hace 62 años, precisamente cuando los japoneses atacaron por sorpresa territorio americano; pero aquello ocurrió en Hawaii, que entonces ni estado era todavía y entre ukuleles y collares de flores: no fue un ataque al corazón mismo del imperio, como en el 2001. Esto es, desde 1812 cuando los ingleses quemaron la Casa Blanca, Estados Unidos no había resentido una agresión en su cancha. Y eso crea malos hábitos. Los británicos han rechazado invasiones españolas y francesas, por no decir nada del blitz nazi que hizo talco docenas de ciudades inglesas hace apenas (¡apenas!) sesenta años; los franceses están entre España y Alemania, Alemania entre Francia y Rusia; esta última históricamente se las ha tenido que ver con alemanes, austriacos, suecos, turcos, mongoles y turcomanos. Por donde se vea, EUA tuvo una posición privilegiada durante dos siglos. Pero esa sensación de seguridad se hizo polvo entre las nubes de ídem en el bajo Manhattan. Fue un despertar muy brusco y para el que no estaban preparados en lo mínimo. Ni durante la histeria generalizada de los primeros días de diciembre de 1941 se había vivido un ambiente de pánico, de terror, tan intenso. Ello dejó huellas muy importantes y la psicología colectiva americana las sigue resintiendo.
También desde una perspectiva histórica, las respuestas usuales de Norteamérica dependían, en gran medida, de esa sensación de seguridad (lo que explica las sobrerreacciones a la supuesta amenaza soviética); ahora nos tendremos que acostumbrar a otras completamente impredecibles, no muy racionales, incluso contraproducentes (lo que no resulta ninguna novedad, aquí entre nos). Además, como medida purificadora, alguien tenía que pagar el pato. Peor aún, quizá el pato siga siendo pagado en el futuro por quienes poco deben y mucho temen.
Ítem 2: Los terroristas eran saudíes y egipcios: ¡invadamos Afganistán e Iraq!: Bush no se podía dar el lujo de tardarse en responder a semejante cachetada guajolotera: su período presidencial, de por sí manchado por lo chueco de su elección y que no parecía iba a ser muy notable de cualquier forma, estaba en peligro si no demostraba decisión y capacidad de respuesta. Ello implicaba que no podía esperar semanas o meses hasta que se aclararan los detalles de los atentados, quiénes estaban detrás de ellos y cómo habían logrado dar un golpe de mano tan audaz y (sobre todo) eficiente. Por ello las bombas empezaron a caer en Afganistán antes de que se cumpliera un mes de los atentados. La elección de a quién pegarle no tenía mucha ciencia: el gobierno de los talibán se había aislado casi completamente del mundo, de manera tal que nadie alzaría la voz en su defensa; el hecho de que asilaban a Bin Laden era conocidísimo y EUA podía contar con aliados en el terreno para que le hicieran el trabajo sucio: la famosa Coalición del Norte, que no era sino los restos de los corruptos perdedores de la anterior guerra civil, que ardían en deseos de revancha. Así que, por donde se le viera, aquél era un blanco obvio. Sin comprometer grandes contingentes en tierra, usando y abusando de su capacidad tecnológica y logrando de nuevo la hazaña de diez años antes (ganar una guerra sin bajas), EUA bombardeó Afganistán de vuelta a la Edad de Piedra (ya estaba en la de Adobe, de cualquier manera) y en poco menos de tres meses echaron del poder a los fundamentalistas que lideraba el tuerto y alucinado Mullah Muhammad Omar. Por no comprometer más que a sus escasas Fuerzas Especiales, Osama bin Laden se les peló entre los dedos durante la batalla de las cuevas de Tora Bora (magnífico nombre para un cabaret de rompe-y-rasga, si me lo preguntan) y todavía anda por ahí. Eso sí, su cara de mustio no la hemos vuelto a ver desde diciembre de 2001.
La OTAN, apelando a la letra del Tratado del Atlántico Norte (que considera el ataque a uno de sus miembros como un ataque a todos) apoyó a EUA; de hecho, detalle poco conocido, en estos momentos hay soldados alemanes, españoles y holandeses (aparte de los falderillos británicos) en Afganistán.
Lo de Iraq fue otra vaina. Por ello los americanos se enfrentaron con el desaire de la OTAN (que como organización no intervino), la falta de autorización de la ONU y la resistencia terca y como el gallego, nomás por jorobar, de alemanes y franceses. De hecho, seguimos sin saber bien a bien de qué se trató ese conflicto. Que no fue para eliminar una amenaza potencial por parte de Saddam Hussein queda cada vez más claro. Pero que sin los atentados del 9/11 Bush Jr. jamás hubiera tenido el apoyo de su pueblo, necesario para romper tantas reglas al invadir así a Iraq, eso también está clarísimo. Pese a que la administración Bush jamás pudo probar los nexos entre el mostachón dictador y lo ocurrido a orillas del Hudson y el Potomac, el pueblo americano lo apoyó en tan desventurada aventura con un brío digno de mejores empresas.
Ante un manejo tan inepto de la diplomacia y tantos huecos a la hora de entender el por qué de esta Segunda (en realidad Tercera: la Primera fue entre Irán e Iraq, duró ocho años, produjo medio millón de muertos... y de ésa ya nadie se acuerda) Guerra del Golfo, no falta quién vea moros con tranchetes y le dé vuelo a la hilacha de las teorías conspirativas de toda índole y mayúscula imaginación. Lo que nos lleva a:
Ítem 3: En realidad Bush organizó los atentados para poder tener cara de pasmado todo el cuatrienio: Los atentados del 9/11 han nutrido de manera notable esa curiosa dolencia de la posmodernidad que es la conspiracionitis aguda y crónica. Por todo el mundo (especialmente en el musulmán) circulan las más descabelladas versiones sobre qué ocurrió realmente: que la CIA organizó todo para justificar la guerra contra Iraq; que los empleados del WTC de origen judío recibieron el pitazo de no ir a trabajar ese día; que la familia Bush y la de bin Laden son amigochas y socias en varios negocios sucios; que en el Pentágono ni siquiera se estrelló nada, sino que fue una bomba plantada por los mismos militares (un libro francés vendió medio millón de ejemplares sosteniendo tan atrevida aseveración).
El torpe manejo de la información de que ha hecho gala la Casa Blanca le ha dado munición a esas fantasías. La verdad, a dos años de distancia, parece ser mucho más simple: Bin Laden y los suyos planearon y llevaron a cabo un acto que resultaba inimaginable, aprovechando los numerosos huecos en los sistemas de seguridad americanos. Y tan tan. Así de simple. Las versiones conspirativas resultan amenas y hasta divertidas, pero nada más. Ahí les va:
Creer que la CIA es capaz de planear, ejecutar y sobre todo encubrir algo tan complejo es darle mucho crédito a una organización que, a lo largo de la historia, ha demostrado ser la ineficiencia con patas... o bueno, con satélites espía. Que no hubiera altos ejecutivos judíos en el WTC aquel martes tiene una explicación: era temprano en la mañana y ellos eran altos ejecutivos. Si uno es jefe y no puede llegar tarde a la chamba, entonces ¿para qué es uno jefe? Como dicen por ahí: negocio que no deja para levantarse tarde, no es negocio. Por supuesto que la familia Bin Laden tiene nexos con la familia Bush... y con Pemex. ¿Cuántas familias y/o empresas petroleras multimillonarias creen que hay en el mundo? ¿Y con quién creen que hacen negocios, sino entre ellas? Lo raro es que Aldana y Romero Deschamps no se hayan tranzado a Bin Laden... todavía. Y por último, ciertamente en el único video del atentado contra el Pentágono al que tenemos acceso se necesita muy buena voluntad para ver el avión estrellándose. Pero de eso a que no hubo avión... digo. Aunque he de confesar que aquí es donde he hallado lo único raro de todo este asunto: según la cronología oficial, entre el despegue de ese vuelo y el choque contra el Pentágono pasaron 14 minutos... tiempo muy breve como para no volverse loco oyendo las instrucciones de las azafatas, tomar el control de la cabina y redirigir la nave hacia Arlington. Ahí sí hay algo medio fétido. Pero no quiero especular al respecto. Eso se los dejo de tarea.
Consejo no pedido para dejar de ver feo al vecino que se llama Jalil: escuchen “Shining like a National guitar” de Paul Simon; renten “1941”, hilarante película del jovencísimo Spielberg sobre la histeria californiana de los primeros días de la guerra y lean “Por tierras de los creyentes” de V. S. Naipaul, sobre el periplo de este posible Premio Nobel a través de naciones islámicas. Provecho.
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