Hace un par de semanas, a los 101 años de edad (lo que es un abuso, por donde quiera que se vea) murió la directora de cine alemana Leni Rienfestahl. En prácticamente todos los obituarios aparecidos en los medios de comunicación se le identificaba como “la directora nazi” o “la cineasta de Hitler”. ¿Por qué? Ah, pues porque dos de sus trabajos mejor conocidos (es decir, los mejor conocidos, punto) fueron sendos documentales filmados en el III Reich, antes de la II Guerra Mundial. Uno fue el primer trabajo cinematográfico realmente coherente sobre una Olimpiada, en este caso la de Berlín de 1936; pero el que hizo la fama (imperecedera, por lo que se sigue diciendo casi 70 años después) de Frau Rienfestahl fue el documental sobre el congreso del Partido Nazi de 1934, celebrado en Nüremberg. Esta película se titula “Triunfo de la voluntad” y la mayoría de los especialistas están de acuerdo en afirmar en que es el más impactante documento propagandístico jamás filmado.
En realidad, “Triunfo de la voluntad” es una obra notable, empezando por los recursos que a ella se dedicaron. Para realizarlo, la Rienfestahl contó con todo el apoyo del Ministerio de Propaganda de Goebbels y varias docenas de cámaras: el pigmeo Goebbels ya sabía el impacto que la magia del cine podía tener en las masas, y no dejó pasar la oportunidad. Y sí, el resultado es sencillamente impresionante. La verdad, no conozco una obra de mayor fuerza y espesura propagandística que ese recuento de los pocos días que duró aquel congreso. Contaba Carlos Fuentes en estas mismas páginas que, luego de verla, Franklin D. Roosevelt ordenó que no se exhibiera en Estados Unidos: el público americano se impresionaría demasiado ante las imágenes de la fuerza y organización nazis. Las películas de propaganda soviéticas, con sus sonrientes y sudorosos campesinos segando trigo y sus altos hornos chisporroteando la gloria del Socialismo en un Solo País, se quedan muy cortas. Ya no digamos nada de los spots mexicanos, que junto a “Triunfo de la voluntad” vienen siendo chapucerías de niño tonto.
Ahora bien, dos cosas: uno no tiene que ser nazi (¡líbrenos Dios!) para apreciar la fuerza de esa película: simplemente como testimonio fílmico ya pasó a la historia. Y Leni Rienfestahl va a protestar el resto de su vida que ella fue una simple profesional que hizo bien un trabajo por el que le pagaron; que en “Triunfo de la voluntad” no hay un solo referente antisemita (lo que es cierto) y que ella lo realizó antes de que los nazis iniciaran el programa de eutanasia, el Holocausto y demás atrocidades por los que serán recordados por los siglos de los siglos. De hecho, después de la guerra la Rienfestahl fue detenida dentro del programa aliado de desnazificación; pero no se le pudo probar un solo cargo: hacer bien un documental, así sea para Hitler, no es ningún delito. En ninguna legislación del mundo aparece como crimen el ayudar a convencer a la gente de que los malos son buenos. De lo contrario, muchos cerros mexicanos pintados de tricolor podrían haber sido encauzados penalmente.
El tiempo, que todo lo cura, décadas después le devolvió algo de prestigio a Leni Rienfestahl, dado que no dejó de realizar documentales, algunos (tipo Cousteau) bastante buenos. Incluso hace un par de años existió el proyecto de hacer una película sobre su vida. Genio y figura hasta la sepultura: la señora se enojó cuando le dijeron que se mencionaba a Jodie Foster para interpretarla: dijo que Jodie (una de las imágenes femeninas más deseables y formidables desde “Taxi driver”, hace ya más de un cuarto de siglo) no era lo suficientemente bella ni talentosa. ¡Habrase visto! ¿Pues a quién quería? ¿Y qué se habrá creído? Nadie ha intentado matar a un presidente para demostrarle su amor a ella...
Por supuesto, ni sus continuas negaciones, ni la relativa reivindicación de sus últimos años, ni esas ínfulas de diva, le quitaron la mala fama de nazi. Quizá lo fuera... igual que millones de otros alemanes que no contribuyeron en nada (excepto con su silencio, que sí cuenta) a las atrocidades posteriores.
El caso es que la muerte de Leni Rienfestahl además revivió un antiguo debate: qué tan válido es juzgar a un artista por su vida personal o sus preferencias ideológicas. Cuánto hay que separar a la obra de arte de las pasiones e intereses de quien la produce. Y si es imposible hacer tal separación, entonces ¿es más válido rechazar la obra de una nazi que de un pederasta, por ejemplo?
Ésta es una polémica eterna. Y es en gran medida inútil. Si la obra de un artista no trasluce valores deleznables (como el racismo o alguna abominación), resulta difícil rechazarla por lo que de él (o ella) sabemos en las crónicas amarillistas. Con otra: que cada quién lleva agua a su molino: algunos mequetrefes catalogaron de fascista a Borges y quemaron en efigie a Octavio Paz, simplemente porque esos dos gigantes de la literatura en castellano no apoyaron a los sandinistas ni otras causas de la izquierda cavernícola.
A propósito de cineastas: ¿son menos valiosas las películas de Woody Allen, sabiendo, como sabemos, que sedujo a su hijastra, a la sazón menor de edad? ¿Debemos rechazar obras maestras como “Tess” o “El inquilino” o “Barrio Chino” o “El pianista” porque las realizó Roman Polanski, quien sigue sin poder poner pie en Estados Unidos, convicto como está de haber violado a una menor hace veintitantos años (la chava, ya mayor por supuesto, lo perdonó... pero como Polanski burló la libertad bajo fianza, iría derechito a la cárcel)? Quienes vociferan para que se censure a la Rienfestahl, ¿por qué no hacen algo parecido con respecto a ese gigante que es Charlie Chaplin, cuyo gusto por las púberes está más que documentado? Esos tres hombres han tenido conductas moralmente detestables. Pero sus obras están, creo, más allá de eso. En ninguna se traslucen lo que podríamos catalogar de ¡uy! sus deseos más oscuros (aunque Polanski se regodea desnudando y poniendo en horizontal a su esposa Emmanuelle Seigner en películas como “Búsqueda frenética” (1987), “Luna amarga” (1992) y “La novena puerta” (2000)... lo que sí, de acuerdo, suena a perversión; además la señora, aunque muuuy visible, como actriz es malona). A ellos nadie les discute méritos ni laureles como cineastas. ¿Será porque son hombres? ¿A los grandes artistas masculinos se les perdona cualquier cosa, pero a una mujer no se le deja de recordar que le hizo una chamba a los com/pinches de Himmler?
Luego de haberme ganado el rabioso aplauso de las feministas (¡Gracias, gracias!), procedo a otra cosa: el hecho de que una enorme cantidad de gente no verá nunca nada de Leni Rienfestahl, pero sí recordará que era nazi, o al menos que de eso tenía fama. Sin haberse dado la oportunidad de evaluar por sí mismos la valía o mediocridad de una cineasta, se le pondrá tacha y tan tan. Sin ir más allá, sin calibrar lo justo o injusto de la situación. Por supuesto, no será la primera ni última mujer a la que le ocurre algo así. De hecho, en México tenemos un ejemplo muy notorio de cómo a una fémina se le hace mala fama sin deberla ni temerla: la Malinche.
A la pobre Doña Marina o Malitzin (como la llamaban españoles y mexicas: el nombre de taquería se lo pusieron después) se le califica de buenas a primeras de traidora, entreguista y vendepatrias. Tan horrendos calificativos se le sorrajan porque fue amante de Cortés y en ese carácter le ayudó a la conquista de Tenochtitlan (no de México: en 1521 no existía un país con ese nombre, ni mucho menos una nación mexicana). Pero, ¿se merece Malitzin tal fama? Veamos rápidamente qué fue lo que hizo... y le hicieron.
Según la tradición, Malitzin nace en Coatzacoalcos (como Salma Hayek) dentro de una familia importante del lugar (como Salma Hayek). Primera aclaración: Coatzacoalcos no estaba sometido a la sangrienta tiranía azteca; Malitzin NO ERA azteca, sino que pertenecía a uno de los múltiples pueblos no mexicas que hablaban náhuatl. Todavía niña, Malitzin pierde a su padre y su maligna madre, tras nuevas nupcias, la vende como esclava por aquello de la herencia. Sí, fue la mamá, no la madrastra. Vendida y revendida varias veces, Malitzin termina de esclava del cacique Tabasco; el cual, como buen antecesor de Madrazo y Lopejobradó, a fin de quedar bien con un tal Cortés que acaba de llegar, la regala junto a otras veinte mujeres (lo de doncellas es más que discutible). Segunda aclaración: antes de ser entregada a Cortés, a Malitzin todos la han tratado como garra de franelero de semáforo (no como Salma Hayek). ¿Tenía que mostrarle lealtad al mundo y sociedad indígenas, que la habían usado de tapete de bienvenida toda su vida? ¿Qué le debía a nadie, si todos la habían manejado como klínex, usándola y tirándola?
Cortés percibe de inmediato los beneficios de tener una traductora del maya al náhuatl (ya tenía traductor castellano-maya, Xerónimo de Aguilar), de manera que la hace su amante; pero hace algo todavía más extraordinario: la trata bien. No la golpea. Vaya, no le habla golpeado. Le da su lugar. La respeta (estilo siglo XVI). Le da para que gaste en el Mall de Huexotzingo... ¿Es extraño que Malitzin se enamore perdidamente de él? ¿Y es extraño (y reprobable) que haga lo que haría cualquier mujer enamorada que tenga sangre en las venas: ayudar a Su Viejo? Auxiliar a Cortés a darle en la torre a los aztecas no es un acto de traición; al contrario: es una encomiable muestra de lealtad. A nuestros niños deberíamos de ponerla como ejemplo de compañerismo y fidelidad, de cómo se corresponde a quien lo ayuda a uno, no como traidora. ¿Traidora a quién? ¿A su pueblo? ¿Cuál, si ella no era azteca? ¿A su país? ¿Cuál, si lo que hoy es México entonces era un rompecabezas de naciones indias agarradas siempre de la greña, en eterna guerra unas con otras? Ahora, que le reveló a Cortés los secretos de los aztecas para mejor derrotarlos, es de risa loca. ¿Qué profundos conocimientos estratégicos podía tener Malitzin, una pobre esclava? El mito de Quetzalcóatl lo sabía todo niño mesoamericano desde el arenero. Lo que hizo Malitzin fue decirle a Su Viejo cómo utilizarlo en contra de los odiados (por ella y por millones de indios más) aztecas.
Pero en fin: ya ven la fama que tiene la pobre. Y todo por bien querer.
Consejo no pedido para terminar de sacar el agua de la casa: escuchen “Wendy Lands Sings the Music of the Pianist Wladyslaw Szpilman” (con, obvio, la música del personaje de la película); renten la inquietante cinta “El inquilino” (The tenant, 1976) con Isabelle Adjani y el mismísimo Polanski y lean la Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, que sigue siendo un clásico muy disfrutable.
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