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Educar para la paz

Juan de la Borbolla

En momentos de temor generalizado por efecto de un peligro muy probable del estallido de una guerra, pero en el que además el flagelo constante y hasta cotidiano de la violencia urbana, el terrorismo, el chantaje a personas e instituciones a través de la proliferación de secuestros, el incremento de la delincuencia juvenil por efecto del consumo de drogas y el alcoholismo, la impunidad de muchos delincuentes, el narcotráfico, etc., conviene plantear la conveniencia de construir un mundo futuro mejor sobre la base de poner el énfasis en una adecuada educación por y para la paz.

Esa educación formal por la paz, puede acabar sonando a romántica e idealista manera de plantear excelsos ideales supranacionales y hasta metafísicos.

Hace poco veía una simpática película donde se hacía una cierta mofa de los concursos de belleza femenina y justamente uno de los motivos de ese sarcasmo, incidía precisamente en el hecho de que todo discurso pronunciado por las bellas aspirantes a ceñirse la corona de la hermosura, contenía una referencia obligada a la paz mundial como recurso de una oratoria simplista y de frases comunes.

De ese modo, plantear programas de estudio donde el objetivo metodológico pudiera ser del tenor siguiente: “Se procurará que el alumno al final del curso esté en posibilidades de influir para que se alcance un proceso de paz entre los señores Bush y Hussein”; o “entre el pueblo palestino y el Estado de Israel”, por poner el ejemplo, podría acabar siendo sueño hueco, ilusión poco práctica, predicar en el desierto... simple perdedora de tiempo.

La paz en el sentido macro de la palabra se construye mediante esfuerzos personales para mantener la paz interior basada en intangibles, como lo son la tranquilidad de la propia conciencia y la armonía consigo mismo y con los demás; por ello la auténtica educación para la paz debe poner el énfasis en el esfuerzo personal por vivir la armonía interior, la tolerancia en el buen sentido de la palabra, que debe conducir al auténtico amor al prójimo y no sólo el soportarlo: aguantarle sus manías sin desencadenar un pleito, es decir, como dirían los jóvenes actualmente: “darle el avión”.

La paz interior es fruto de un esfuerzo continuo de la persona por luchar en contra de sus propios defectos y a favor de la solidaridad y caridad para con el prójimo, olvidándose del egoísmo, de la soberbia y de la envidia que se convierten en el caldo de cultivo propicio para albergar sentimientos y actitudes de encono, de ira no contenida en contra de los semejantes y de agresividades manifiestas que son precisamente las circunstancias que propician, los enfrentamientos y las pugnas interpersonales: semilla pequeña pero eficaz que explica después las guerras entre pueblos.

Decía el beato Juan XXIII en su magnífica encíclica Pacem in Terris, que la paz es fruto consumado de esa lucha interior que cada uno tiene que librar en contra de sus bajas pasiones, de sus apetencias desordenadas, de su egoísmo: La paz no es simple ausencia de guerra, porque si así fuera, los panteones con todos sus sepulcros y las dictaduras autoritarias serían excelentes exponentes de paz. Pero esa es una ilusoria paz fincada en la inacción, cuando lo que se requiere es una paz activa: fruto del esfuerzo continuo por ser mejores y más solidarios.

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