La Ley del Convoy.- El Partido Revolucionario Institucional (PRI) es, entre otras cosas, una gran maquinaria electoral formada a lo largo de decenios y que, pese a su gran derrota del 2000, cuenta aún con un ejército de operadores y con una memoria histórica que conoce al dedillo como explotar a su favor los aspectos más atrasados de la cultura cívica de amplias capas de la sociedad mexicana.
En esa cultura destacan los remanentes de una forma de relación entre los dominados y la autoridad (el dominador) que poco o nada tienen de democrático y que son los propios no de la relación entre mandante y mandatario sino entre cliente y patrón. Las raíces de esta cultura datan de la época colonial o aun de antes, se han prolongado hasta el presente y se nutren de unas constantes en nuestra sociedad: de la pobreza y de la necesidad. En las elecciones del pasado seis de julio, los gobernadores del PRI aunque no sólo ellos, echaron mano de una buena gama de las formas más tradicionales y no democráticas para llevar el voto de su partido a las urnas; ejemplos notables se tienen lo mismo en Oaxaca que en Zacatecas, por sólo citar un par de ejemplos.
Los gobernadores que fallaron de manera más notable y rotunda fueron los panistas, especialmente en Nuevo León, aunque San Luis fue la notable excepción priista (al respecto véase el análisis de Leo Zuckerman en una revista capitalina, el 13 de julio). En el México que apenas está aprendiendo a vivir en democracia, donde no hay una tradición política democrática de la qué echar mano, pues apenas la vamos a construir, el partido que no tenga una maquinaria para buscar el voto por las vías “antiguas”, estará peleando con una mano amarrada a la espalda.
Aquel que sólo confíe en la bondad de su ideología, en lo atractivo de su programa, en las ideas -situación que, por cierto, en la elección pasada apenas si se dio- esta en desventaja frente al que insiste en la movilización tradicional en los sectores menos tocados por la modernidad. Incluso aquellos que vuelquen el grueso de sus recursos en la propaganda considerada “moderna” —televisión o radio—, no van a imponerse a aquellos que en vez de ideas o imágenes y eslóganes, apelen al “sentido común” de los más necesitados, que muchas veces prefieren y con razón, una oferta concreta de leche a una oferta teórica sobre cómo llevar a cabo una política social que combata de manera genérica la pobreza.
En México y no obstante el triunfo de la democracia hace tres años, sigue operando eso que pudiéramos llamar la variante política de la “ley del convoy”. Como se sabe, la idea del convoy nació de las necesidades de seguridad del comercio trasatlántico tras la conquista de América. Con el aumento de ese comercio también aumentaron los ataques de piratas y filibusteros contra los galeones españoles cargados de plata y oro con destino a Europa. Se decidió entonces que en vez de armar a cada buque mercante para que pudiera defenderse con éxito, lo racional era unir a un buen grupo de naves mercantes, usar todo su espacio para transportar la valiosa mercancía y enviarlos a la mar a todos juntos bajo la protección de algunos buques de guerra; a esa técnica de transporte marítimo se le llamó convoy.
Naturalmente, para que toda la flota llegara salva a su destino, todos sus integrantes tenían que permanecer juntos durante el viaje. En esas condiciones, la velocidad a la que avanzaba el conjunto la imponía precisamente el buque más lento. Pues bien, desafortunadamente en la política mexicana, donde apenas estamos aprendiendo el ABC de la democracia, donde aún hay un buen número de personas con mentalidad no ciudadana, la velocidad del avance hacia la modernidad la impone el más lento, el que por su naturaleza está más apegado a las formas antiguas de la relación política.
En las condiciones anteriores, ningún partido puede pretender avanzar muy rápido hacia las formas modernas de la lucha entre los partidos. Mientras en la sociedad mexicana existan bolsones importantes de la cultura política antigua -y éstos están justamente en los sectores más desprotegidos económica y culturalmente—, las maquinarias partidistas que dominen el arte del clientelismo le hará pagar caro a los partidos que no las tienen o que funcionen con otros criterios. Y hoy en México el partido con el bagaje más amplio y la maquinaria más aceitada para actuar en el campo del clientelismo, de lo antiguo, es el PRI. El sabio uso de política premoderna no explica por sí solo el triunfo priista el seis de julio, pero sí es parte de la explicación.
Lo deseable sería que México estuviera ya conformado por una mayoría de verdaderos ciudadanos, personas autónomas, conscientes tanto de sus derechos como de sus responsabilidades políticas, que juzgarán a los partidos y candidatos tanto por su historia como por la naturaleza de sus plataformas y su biografía.
De ser ya ese el caso, no habría que recurrir a la entrega de despensas, láminas, cemento, subsidios, créditos, favores y todas esas formas que constituyen pruebas evidentes de que aún falta mucho camino por recorrer antes de que podamos arribar a las formas propias de una democracia moderna.
Lo anterior no significa que para ganar en la competencia se esté obligado a reproducir las formas conque la maquinaria priista -y la de otros partidos— alienta el voto en los sectores más desprotegidos. Sin embargo, tampoco se puede simplemente desdeñarlas sin correr un serio peligro. Quienes no deseen violar la ley del convoy y pagar el costo, deben crear aparatos y encontrar formas éticas pero eficaces, de entrar en contacto directo —casa por casa, elector por elector— con quienes el pasado seis de julio se abstuvieron de acudir a la cita con las urnas y motivarlos para salir y hacerse presentes.
Desde las alturas del discurso o desde el spot de televisión no se puede competir con el clientelismo de la vieja escuela, hay que bajar al suelo social y enfrascarse en la lucha directa, cuerpo a cuerpo. Lo que está en juego lo amerita.
Lo que está en Juego.- Las elecciones federales que acaban de tener lugar en México -las intermedias—, junto a su cauda de seis elecciones estatales, prepararon el campo y decidieron qué equipos y con qué fuerza participarán en el gran juego del 2006, donde se decidirá no sólo quién será el próximo presidente sino la naturaleza misma de la presidencia.
Y al dejar al viejo PRI como el grupo parlamentario más fuerte -o el menos débil-, esas elecciones abrieron la posibilidad de que el ex partido de Estado, —cuyo denso pasado predetermina su porvenir—, pueda volver a hacerse con la presidencia y con el futuro político del país. De ser ese el caso, el mañana terminaría por ser un tipo de retorno al ayer, el retorno a una política y a una mentalidad que no serían las adecuadas para el siglo XXI.
Ironía.- Hasta el momento, el punto político más importante -y brillante— de Vicente Fox, ha sido la culminación de su larga campaña electoral: la victoria del 2000, que puso fin de manera pacífica a los más de siete decenios de monopolio del PRI sobre la presidencia. Sin embargo, la coincidencia de ese triunfo histórico con la depresión de la economía norteamericana, depresión que instantáneamente se comunicó y se instaló en la mexicana, echó por tierra la posibilidad de que Fox cumpliera con su promesa de presidir un país cuyo PIB creciera al siete por ciento anual.
Hasta hoy, el promedio de crecimiento del PIB en la era Fox, ronda apenas el uno por ciento. Ese estancamiento económico no es atribuible al actual gobierno, pero le afecta y mucho. Tampoco es realmente responsabilidad de Fox la falta de mayoría de su partido en el Congreso en su primer trienio, pero tanto depresión económica como minoría legislativa, han constituido el marco de la política foxista que, a su vez, ha incurrido en una serie de errores que hoy abren la posibilidad de que el ganador del 2000 pueda pasar a la historia no sólo como el que sacó al PRI de “Los Pinos”, sino también como el que permitió que volviera.
De ocurrir lo anterior, el control de la institución central del sistema político mexicano retornaría a un partido de probada tradición antidemocrática y con un historial de corrupción sistemática. Pero no sólo eso, sino que el retorno estaría legitimado por el resultado de una elección auténtica.
Si ese fuese el caso, entonces el sexenio foxista se habría convertido en un mero intervalo, en la pausa que el priismo requería para adquirir la credencial de demócrata que siempre le había hecho falta. Con ese carácter de triunfador legítimo, tendría la respetabilidad que le es indispensable para transitar en el siglo XXI sin ser señalado como una aberración política. En esas condiciones, el foxismo sería interpretado como lo mejor que le hubiera podido pasar al PRI, pues a cambio de una breve estadía en purgatorio, habría ganado una segunda oportunidad, algo que pocos partidos antidemocráticos del siglo pasado han tenido.
Errores.- Una vez logrado el triunfo en el 2000, el PAN no creó una verdadera maquinaria electoral ni el presidente Fox no dio forma, como había prometido, a un equipo de gobierno con the best and the brightest -los mejores y más brillantes-, sino que el partido siguió con su idea de superioridad moral y el Presidente conformó un gabinete variopinto, donde hubo lugar incluso para varios priistas que, por lo que vimos, nunca dejaron de serlo. Y si en el primer círculo del nuevo gobierno hubo elementos del desprestigiado antiguo régimen -se dijo que se les necesitaba por su experiencia—, pues en los puestos intermedios, hubo mucho más. De esta manera y desde el inicio, el primer gobierno de la democracia tuvo al enemigo en casa; una quinta columna por decisión propia y un partido que no supo cómo hacerse de una base popular.
El PRI sufrió en el 2000 su primera gran derrota en 71 años y justamente por eso nunca estuvo más desconcertado, débil y dividido, aunque se trató de una debilidad relativa, pues en el Congreso los priistas constituyeron el grupo más numeroso y, sobre todo, mantuvo el más numeroso grupo de gobernadores. Pese a no tener su cabeza histórica, el PRI debió ser tomado por el nuevo gobierno como un enemigo formidable, y justamente por ello, debió tratar de neutralizarlo sin perder tiempo.
Sin embargo, en vez de atacar desde el inicio y a fondo al PRI para dividirlo y debilitarlo aún más, el Presidente optó por escuchar a quienes imaginaron que el camino del menor costo sería permitir la recomposición y una cierta recuperación del gran adversario de la democracia para, luego, negociar con él la reforma fiscal y todas las otras consideradas indispensables para la consolidación democrática.
Imaginar viable una alianza de conveniencia con el PRI por parte del equipo de Fox, resultó un error garrafal. Posiblemente el Presidente y sus consejeros consideraron que si en el pasado inmediato el PRI había cogobernado con el PAN, la misma mancuerna podría volver a funcionar aunque la posición de los partidos se hubiera invertido.
La idea estaba sustentada en un hecho incontestable: al finalizar el siglo XX, priismo y panismo eran dos variantes de una misma visión sobre lo que al desarrollo económico y social de México se refiere. Y es que las diferencias históricas de sus respectivo proyectos de capitalismo -estatista el del PRI, liberal el del PAN— habían disminuido hasta casi desaparecer a partir del momento en que el PRI decidió asumir como propio el credo neoliberal, por considerarlo como la única vía para salir de la gran crisis de 1982.
Fue por ello que Carlos Salinas y sus tecnócratas pudieron cogobernar con el PAN, y que esa colaboración se hubiera extendido al siguiente sexenio. Sin embargo, el PRI pese a su conversión al neoliberalismo y a la similitud de metas con el PAN, es una derecha básicamente no democrática con una larga historia de corrupción que ocultar y de intereses y privilegios que mantener.
Para el viejo partido de Estado el cogobierno sin la presidencia no es alternativa, pues no le da suficiente seguridad de cara al futuro. Y es por seguridad que necesita, a como dé lugar, recuperar el poder. El PAN fue siempre una “oposición leal” al PRI, pero éste, cuando le tocó su turno, prefirió el papel de “oposición desleal”, lo cual sólo ha debido sorprender al Presidente y a algunos de los suyos, que no lo supieron ver así a tiempo. Hoy Fox está a merced de sus adversarios y lo peor es que también lo está el resto del país.