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El camello y el hipopótamo

Jorge Zepeda Patterson

Un camello es aquello que resulta cuando a un comité le pedimos que defina o diseñe a un caballo. En efecto, un grupo de expertos encerrados en un gabinete puede perderse en los detalles y terminar con algo impráctico o extravagante. Pero un camello al menos sigue teniendo cuatro patas y uno puede subirse a ellos, como en el caso de los caballos. E incluso, en situaciones de largas travesías, un camello puede ser más útil que un potro, a condición de poder distinguir entre las hembras y los machos. En cambio lo que difícilmente tendría utilidad es un caballo definido por una Cámara de Diputados.

Durante meses los legisladores han sido incapaces de ponerse de acuerdo sobre las grandes reformas que el país requiere. En la discusión de la Reforma Fiscal o de la Reforma Eléctrica, los diputados han diseñado un engendro tras otro: cabezas de hipopótamo, con panzas de galgos y patas de rana.

Lo que a una fracción partidaria le parece una solución grácil y correcta, a otra le resulta un adefesio insoportable. El proyecto de uno es la pluma de vomitar del otro. Y mientras tanto no tenemos ni potro ni camello, pero tampoco hipopótamo, rana o quimera y seguimos en el mismo sitio que antes.

Hace unos días Ernesto Zedillo dijo con razón que si alguien le pregunta por qué la economía no está funcionando él respondería tajante: “es la política, estúpido” (parafraseando a Bill Clinton, quien en un debate dejó seco a George Bush padre, con la famosa frase: “es la economía, estúpido”). La parálisis del Congreso es la mejor muestra de ello.

Sirios y Troyanos coinciden en la necesidad de ambas reformas. Pero en todo lo demás están en desacuerdo. México es el país con la menor recaudación fiscal de todas las naciones más o menos importantes. Es sabido que el Estado necesita mayores recursos para impulsar las obras de infraestructura que el desarrollo de la economía requiere y para introducir mecanismos compensatorios para paliar la enorme desigualdad social que amenaza la estabilidad. Sin esos recursos adicionales enfrentamos la amenaza de una parálisis en el crecimiento y la posibilidad de una presión social insoportable. Pero ni así los legisladores se ponen de acuerdo. La política, en efecto, está parando a la economía.

En el fondo lo que está pasando es que estamos usando a la Cámara para lo que no es. El Poder Legislativo es una asamblea de representantes de todas las regiones geográficas y de todas los segmentos e intereses sociales y económicos del país. Perfectamente podrían encargar a un grupo de expertos la construcción de un par de proyectos de Reforma Fiscal de acuerdo a parámetros en los que coinciden todos: que aumente la recaudación, que no lastime a los pobres, que busque promover la inversión, que cuide aspectos estratégicos como la difusión de la cultura y el conocimiento.

Obviamente algunos de estos criterios son antagónicos entre sí. Pero justamente el trabajo de los expertos sería encontrar las mejores mezclas posibles para optimizar algún criterio (la recaudación), minimizando el daño en los otros. Una vez que la asamblea tuviera en sus manos el proyecto se votaría sobre las opciones ofrecidas por los sabios.

Por desgracia la vida real no es así. La discusión de la Reforma Fiscal es en sí misma un cuadrilátero en el cual los partidos políticos, y sus fracciones internas, se miden entre sí y aprovechan para avanzar sobre los contrarios.

Hay carreras políticas que se construyen sobre una propuesta exitosa y también trayectorias que se sostienen por el simple expediente de torpedear proyectos de otros en nombre del pueblo.

Las Reformas Fiscales, particularmente las que buscan ampliar la recaudación, son impopulares. De hecho, tenemos ese bajísimo nivel de recaudación por el populismo demagógico de los regímenes posrevolucionarios que preferían ofrecer a los ciudadanos un gobierno pobre e ineficiente, pero barato.

En los últimos dos meses hemos oído de tantos preproyectos de porcentajes de IVA, tal manoseo de tasas sobre alimentos y medicinas, tal letanía de ventajas y desventajas de las propuestas de uno y otro partido, que ya no es posible saber lo que está pasando. Todos aseguran que buscan lo mejor para la Nación, pero uno comienza a sospechar que sólo buscan lo mejor para sí mismos. Los clásicos de la economía decían que la suma del comportamiento egoísta de todos los individuos en el mercado de consumo (cada cual buscando el mejor producto al mejor precio posible) mejoraba el mercado y redundaba en el mayor beneficio para el colectivo. Este principio no parece estar funcionando en política. El comportamiento egoísta de los legisladores que actúan en función de lo que conviene a sus carreras políticas, no parece estarse traduciendo en decisiones que convienen a la mayoría. Ningún partido quiere hacerse responsable de un proyecto que sea necesario pero impopular.

El riesgo es que terminen por autorizar un proyecto de reforma que sea la mezcla de todas sus impugnaciones y que constituya un producto deslavado y estéril. Pero eso sí, “glamorosamente” consensuado con el menor costo político para todas las fracciones, pero no para el país (la elección de consejeros para el IFE es la mejor muestra de este fenómeno).

Me temo que al final tendremos un hipopótamo fiscal para cabalgar las vías del desarrollo en los próximos años.

Jzepeda52@aol.com

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