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El campo

Luis F. Salazar Woolfolk

La atención a la crisis histórica que vive el campo mexicano, debe ser planteada por encima de los intereses partidistas que hoy se encuentran exacerbados, en ocasión de las próximas elecciones federales.

El diálogo convocado por el Gobierno de la República para una política de Estado para el campo, es la respuesta a la interpelación que hacen algunas organizaciones campesinas, que impugnan la desgravación de las importaciones de diversos productos agropecuarios, con motivo de la entrada en vigor de disposiciones del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica a ese respecto.

Esta claro que el Tratado tiene rango de norma constitucional y por tanto, su aplicación no está al arbitrio del Gobierno Federal. Es norma obligatoria y en todo caso, su revisión implicaría un riesgo para México, en la medida en que Estados Unidos y Canadá pondrían en la mesa de las discusiones, aquellos temas del Tratado que resultan ventajosos para nuestro país, si ellos los estiman lesivos desde su punto de vista.

Todo tratado internacional como cualquier acuerdo de voluntades concertado entre partes, implica la creación de derechos y obligaciones recíprocos, de cuya existencia derivan tanto ventajas como cargas para cada uno de los que intervienen. El Tratado de Libre Comercio de Norteamérica ha abierto oportunidades a nuestro país, que nos permiten concluir que son mayores los beneficios que los perjuicios.

El anterior reconocimiento no resuelve de por sí los problemas del campo, pero ayuda a plantear soluciones en un escenario en el que la demagogia y la manipulación deben ser desterradas.

La vida rural no es una simple herramienta de producción. Es ante todo una compleja estructura social en la que viven personas que son acreedoras de la solidaridad del resto de la comunidad nacional y la atención de las autoridades de todos los niveles de Gobierno. La mayor parte del siglo pasado, estuvo vigente un sistema de Reforma Agraria que trató al campesino como menor de edad. El ejido fue concebido como un instrumento de control político según reconociera el ministro de Agricultura en el sexenio de Luis Echeverría al decir: “El ejido es una máquina para producir votos”.

La modernización política del país, trajo como consecuencia que el campesino se liberara del viejo sistema, pero siguió a merced de la pobreza y empantanado en los vicios del minifundio y la falta tanto de crédito como de asistencia técnica.

Los hombres y mujeres del campo han pasado de la manipulación del viejo régimen corporativo, a la orfandad política y de allí a la explotación clientelar por parte de organizaciones que con los más diversos membretes, se arrogan el derecho de representar a los campesinos, en un nuevo escenario en el que los elementos coreográficos, como machetes y pasamontañas abundan. Esta nueva forma de manipulación, es un ultraje más a la conculcada dignidad de los campesinos.

El hecho de que las organizaciones más vociferantes que enarbolan la bandera campesina, hayan desairado al Gobierno de la República y después de exigir un diálogo, hayan dejado de asistir a la mesa de negociaciones, revela el deseo de agravar los problemas que existen, lejos de asumir compromisos y contribuir a la solución.

Es cierto que estamos en un año de elecciones y que cada uno de los actores políticos vela por sus intereses sin embargo, por encima del aprovechamiento inmediato de los problemas con fines electorales, debe prevalecer la atención a los problemas concretos con verdadero ánimo de solución.

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