¿Alguna vez se ha imaginado usted en medio de una campaña política haciendo discursos como candidato a una gubernatura, a una presidencia municipal o a una diputación? ¿Ha fantaseado usted con la posibilidad de ser un candidato que pudiera hacer las cosas de manera diferente, menos demagógica?
Imagínese por un momento que usted desea hacer una campaña honesta y correcta, que le lleve a conocer los problemas reales de su comunidad. Para ello, recorre a ritmo infatigable fábricas, escuelas, barrios, clubes y asociaciones civiles de su territorio. A ese ritmo usted tiene la posibilidad de conversar y estrechar la mano de 200 personas al día, verles a los ojos y pedirles su voto, con la certeza de que usted no habrá de defraudarles. Al final de la campaña, si usted logró convencer al 100 por ciento de las personas a las que vio, habrá logrado alrededor de 10 mil votos. Ya sólo le faltarán otros 40 mil para ganar una presidencia municipal de tamaño importante o una delegación. Mientras tanto, su rival habrá inundado de pendones los postes de la ciudad, habrá logrado penetrar en miles de hogares gracias a “conmovedores” anuncios de televisión en los que aparece acariciando paternalmente a una niña de ojos inmensos. Él también habrá ido a una fábrica, pero sólo una vez y en compañía de la televisión, para aparecer en los noticieros de la noche en mangas de camisa compartiendo fraternalmente un chiste en medio de los obreros. Él habrá pagado a expertos en relaciones públicas para construir una imagen favorable entre los reporteros que cubren las campañas. Él habrá contratado a docenas de “promotores del voto” que le garantizarán un voto favorable a razón de 100 pesos cada uno. En resumen, su rival habrá de vencerlo estrepitosamente.
Hace una semana describí en este mismo espacio el alarmante talón de Aquiles que representa para la democracia el tema del financiamiento de las campañas políticas. En las sociedades modernas y masivas no hay manera de ganar un puesto de elección popular sin gastar mucho dinero. Peor aún, cada vez es más inflexible una dramática ecuación: A mayor dinero invertido mayor posibilidades de triunfo. A la postre esa ecuación ha conducido a una verdadera distorsión de los principios democráticos. Para no ir más lejos, en Estados Unidos son las corporaciones con sus donaciones políticas las que están en condiciones de hacer ganar a un candidato y, peor aún, hacérselo pagar una vez que está en el poder. La administración de George W. Bush es la peor de las constataciones de esta terrible ecuación.
En México el Congreso optó por un mecanismo intermedio. Ofrece a los partidos políticos un subsidio sustancial para evitar que las campañas dependan exclusivamente de las donaciones de los millonarios. Es un criterio correcto. Es tal la desigualdad social, que sin este apoyo, las élites económicas decidirían quién gana y quién pierde con el simple poder de su chequera. El subsidio fluctúa entre 50 y 100 millones de pesos para los partidos pequeños, y varios cientos de millones para los partidos más grandes (PAN, PRI y PRD) dependiendo del porcentaje de votos obtenidos en elecciones anteriores. Esto permite que, independientemente de los donadores, todos los partidos tengan los recursos mínimos para dar a conocer su plataforma y sus candidatos en los siguientes comicios.
Sin embargo, el mecanismo tiene sus inconvenientes. Para empezar, representa un costo para el erario y una distracción importante de recursos públicos que podrían orientarse a otras necesidades. Peor aún, un par de vivales han aprovechado las fisuras de la legislación para fundar partidos políticos de membrete con el simple propósito de hacerse acreedores al subsidio. Ellos y sus familias se han enriquecido de manera ignominiosa. Todos hemos pagado el costo del aprendizaje y habremos de confiar en que futuras legislaciones cierren la posibilidad de estos abusos.
Pero la principal limitación del esquema de subsidios es que no elimina del todo el problema: Suele ganar el candidato que gasta más dinero. Por eso es que todos los partidos violentan las restricciones para allegarse recursos y se saltan los topes de campaña para gastarlos. No es casual que los principales escándalos políticos en este momento (Pemexgate, Amigos de Fox y cuentas de Korrodi) tengan que ver con este tema.
En nuestro incipiente recorrido por los caminos de la democracia, los mexicanos tenemos un largo trecho pendiente para resolver un problema que sociedades políticas más maduras han sido incapaces de superar: El financiamiento de las campañas políticas. En el fondo, es un problema de la condición humana. Muy pocas personas ofrecen una donación económica con fines políticos a cambio de nada. El que financia a un candidato espera algo a cambio. Parece lógico y racional, pero eso es la esencia misma de la perversión democrática. O como afirma un conocido: “Uno se interesa en la política para sacar dinero, no para meterlo”. En este momento hay varios miles de candidatos en campaña a lo largo de nuestro país, cuya obsesión no consiste en definir una plataforma atractiva para el elector, sino en encontrar la manera de convencer a personas adineradas e instituciones que meter dinero en su campaña les representará una buena inversión.
Descubrir una cura infalible del cáncer y lograr un financiamiento de campañas que no prostituya la democracia, son dos asignaturas pendientes para la humanidad sin solución a la vista. (jzepeda52@aol.com)