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El corazón de nuestras tinieblas

Lorenzo Meyer

Primera de dos partes

El Tema.- Esta columna se siente obligada a dejar de lado los asuntos cotidianos y acudir en busca de título a Joseph Conrad, el marino y escritor polaco-británico y tomar “El corazón de las tinieblas” (1902) para poder, en el 30 aniversario del golpe que el ejército y la derecha chilena —alentados por Washington— dieron en contra del gobierno minoritario pero legítimo de Salvador Allende, reflexionar sobre una de las peores características del siglo XX: la voluntad y capacidad de los líderes de ciertos regímenes políticos de proceder al exterminio sistemático y masivo de toda una categoría de personas que, de acuerdo a las normas de la época, no eran culpables de crimen alguno. Como lo señalara Hanna Arendt en The Origins of Totalitarianism (Nueva York, Meridian, 1951), el totalitarismo es la burocratización del terror y la peor singularidad política y moral del siglo XX.

El lugar y época en que se alcanzó el punto extremo ese tipo de política, el “corazón de las tinieblas” que Conrad vislumbró en el Congo -del que los autoritarismos burocráticos de Augusto Pinochet, Jorge Videla y otros generales y dirigentes de las derechas latinoamericanas, fueron un reflejo o derivado—, fue la Alemania del nacional socialismo, la del Tercer Reich. Desde luego que el régimen encabezado por Adolfo Hitler no fue el único, ni siquiera el primero en montar una maquinaria burocrática de terror y exterminio, pues la creada por José Stalin es semejante en muchos puntos. Sin embargo, lo construido en Alemania por un ex cabo austriaco convertido en Der Führer, fue el punto culminante de un tipo de política empeñada en la dominación total, que hasta entonces era desconocida y que se caracterizó por su alto grado de perversión y la racionalidad con la que buscó sistematizar el terror como medio de control.

Volver a repensar lo ocurrido en Chile a lo largo de 17 años a partir del golpe del 11 de septiembre de 1973 —el Estadio Nacional en Santiago convertido en campo de concentración para 30 mil personas y punto de arranque de una maquinaria dedicada a la búsqueda y eliminación sistemática del “enemigo interno” mediante el arresto, humillación, tortura y eliminación física de 3 mil personas sin juicio alguno- y ligarlo a la herencia de los regímenes totalitarios de una época inmediatamente anterior, es, a la vez, una obligación moral y una necesidad práctica, pues es una de las formas en que la memoria y el aprendizaje colectivos pueden evitar que algo semejante vuelva a suceder en este siglo que apenas arranca.

El Carácter de un Siglo.- No hay forma objetiva de seleccionar el hecho que caracteriza o representa el espíritu de una época y menos cuando la velocidad del acontecer histórico adquiere la velocidad que logró en los últimos ciento cincuenta años. Al siglo XVIII se le caracterizó, desde Occidente, como “el de las luces” y un filósofo, a Voltaire (Francoise-Marie Arquet, 1694-1778), como la encarnación de la voluntad de comprender al mundo por la vía de la simpatía por la condición humana y del uso sistemático de la razón en sustitución del dogma. Naturalmente que si a ese mismo mundo se le ve desde Asia o África o desde la óptica de las clases más desposeídas de cualquier parte, entonces las supuestas “luces” se opacan o, de plano, se apagan.

El siglo XX, aunque más auténticamente global, resulta mucho más complicado de caracterizar ¿Qué es el hecho o personaje que mejor lo puede singularizar? En su lado brillante, positivo, hay decenas de posibilidades, desde el avión (1903) a la penicilina (1928), de Albert Einstein a Mahatma Ghandi, del trasplante de corazón (1967) a la llegada del hombre a la Luna (1966), de Pablo Picasso a Igor Stravinsky, del Internet (1969) a la microcomputadora con “ratón” (1982); cualquier decisión en este punto es arbitraria. Sin embargo, hay razones de mucho peso para no titubear al decidir el evento que mejor representa el lado oscuro de esa época en que todos los lectores de esta columna nacieron y se formaron.

Desde luego que la galería del horror de esos cien años también puede diseñarse de manera tan amplia como se quiera y donde lo mismo se encuentran las dos guerras mundiales que el apartheid (1950). Pero la síntesis de todo el horror de la época no es arbitraria: la constituye la construcción y funcionamiento de los grandes regímenes totalitarios. Ahora bien, la quintaesencia y símbolo de ese mal de la centuria -antítesis de la “edad de la razón” de Voltaire—, puede situarse entre 1940 y 1945 en un pequeño pueblo polaco de Galicia: Oswiecim, mejor conocido por su nombre compuesto en alemán: Auschwitz-Birkenau. Fue ahí donde, por órdenes del Reichsführer Heinrich Himmler -que para entonces ya tenía experiencia en la materia: Dachau—, se aprovecharon unas barracas del desintegrado ejército polaco, para construir el más importante campo de exterminio nazi, mismo que empezó a funcionar el 14 de junio de 1940 y que se mantuvo en operación hasta el 17 de enero de 1945.

La cifra exacta de los que murieron en ese lugar y período es imposible de determinar con precisión, pues finalmente ni la célebre obsesión germana por el orden burocrático y los datos, fue capaz de llevar la cuenta precisa de los cuatro grandes grupos humanos que el liderazgo del Tercer Reich se propuso exterminar ahí: judíos, polacos, soviéticos y gitanos, (además de algunos checos, ucranianos, bielorusos, yugoslavos, alemanes, austriacos, franceses y otros).

La Comisión Extraordinaria del Estado Soviético para la Investigación de los Crímenes de los Agresores Nazifascistas (CEESICAN) concluyó hace más de medio siglo que durante el período de funcionamiento del campo, sus cinco hornos crematorios tuvieron capacidad para incinerar a 5,121,000 cadáveres. Fue así que la CEESICAN concluyó que en esos crematorios desaparecieron alrededor de 4 millones de personas. En épocas más recientes, Franciszek Piper, director del Departamento de Historia del Museo de Auschwitz y tomando en cuenta las diversas evaluaciones que se llevaron a cabo desde 1943 (las primeras fueron hechas por algunos de los propios prisioneros y transmitidas a la resistencia), hasta fines de los 1980, concluyó que la verdadera cifra se encuentra entre 1.1 y 1.5 millones de personas, de las cuales entre el 85% y el 90% eran judíos y el resto prisioneros de guerra soviéticos, gitanos, ciudadanos polacos y un número menor de otros de la Europa ocupada (“Estimating the Number of Deportees to and Victims of the Auschwitz-Birkenau Camp”, en Yad Vashem Studies, Vol. XXI, 1991). Continuará....

Los números importan, pero a final de cuentas el carácter cuantitativo es un rasgo secundario de un fenómeno que en su esencia es de naturaleza cualitativa. Cualquier persona normal que hoy visite lo que queda de Auschwitz-Birkenau, que se adentre en la historia política del régimen que lo imaginó y administró y en algunas de las historias colectivas o individuales de las víctimas de su lógica, no puede menos que experimentar el límite de la razón para comprender la enorme capacidad de perversión de la política, del poder y de la ideología.

No se trató sólo de matar al máximo posible de seres humanos por motivos totalmente ajenos a la voluntad o responsabilidad individual de la víctimas -haber nacido judío o gitano, haber sido un prisionero de guerra capturado en la URSS o ciudadano de una Polonia incorporada a un Tercer Reich donde los polacos ya estaban de más—, sino de hacerlo sólo después de haberles sometido sistemáticamente a un proceso que desembocaba en la pérdida, por la vía de la brutalidad, de la dignidad personal. En efecto, los que llegaron a Auschwitz lo hicieron en condiciones de impotencia total, desprovistos ya de cualquier derecho, encerrados en vagones para ganado y tras recorrer incluso más de mil kilómetros sin comer ni beber, sin espacio para recostarse y rodeados de sus propias excreciones, obligados a separarse de sus familiares y a desnudarse antes de morir gaseados o de un balazo en la nuca propinado por un indiferente oficial de la SS.

Y los que no morían de inmediato tenían un destino aún peor: trabajar hasta morir de hambre, frío, extenuación o enfermedad en un medio dominado por el castigo, la arbitrariedad y el terror en estado puro. Y este tipo de muerte era organizada como una gran empresa burocrática e industrial: crematorios que de haber funcionado de manera ininterrumpida tenían capacidad para incinerar hasta 90 mil cadáveres por mes, con el subproducto utilizado para fertilizar los campos circundante o simplemente acumulado como desperdicio. Prisioneros -el Sonderkommando—, que antes de ser ellos mismos eliminados, eran obligados lo mismo a acumular los cabellos de las víctimas como materia prima para producir textiles, que a extraer piezas dentales de los cadáveres, clasificar los bienes de los gaseados -la ropa aquí, los zapatos allá, en aquel lugar los anteojos, en ese otro los posillos de peltre, más allá maletas, cepillos, etcétera—, transportar los cuerpos apilados al crematorio, limpiar, cavar, trabajar en algunas líneas de producción como trabajo esclavo o ser parte de la orquesta que despedía y recibía diariamente a los grupos de trabajo; vivir hacinados, mugrientos y hambrientos y con la plena conciencia de que al final, cuando ya no les quedara ni una pizca de fuerza, irían a parar al crematorio y terminarían formando parte de la ceniza acumulada.

En Chile y Argentina, al igual que en otros países de la región latinoamericana, los prófugos nazis encontraron desde el inicio simpatía y refugio. Por ejemplo, el tristemente célebre Josef Méngele -médico y “filósofo”- que en Birkenau decidía quién moría de inmediato, a quién se le prolongaba la inhumana existencia y quién sería objeto de experimentos “científicos” antes de perecer, pudo escapar y morir en su cama en Enseada da Bertioga, en Brasil, tras haber vivido en Uruguay y Paraguay.

Los regímenes de Pinochet o de Videla et al, fueron, entre otras cosas, una prolongación de esas simpatías y afinidades latinoamericanas con el nazismo, el fascismo y el falangismo. Y en su brutal intento de supresión de la izquierda, los generales no inventaron nada, simplemente adaptaron a su situación nacional una experiencia europea sobre la que ya sabían mucho.

La Preservación de la Memoria Histórica como Obligación Moral y Práctica.- Como ya se señaló, examinar e incorporar en nuestro conocimiento los eventos trágicos del pasado es algo más profundo que intentar evitar su repetición. Conmemorar la vida, pero sobre todo los valores y el trágico final de Salvador Allende, así como el de los tres mil civiles que fueron torturados y asesinados por las fuerzas armadas chilenas después del 11 de septiembre de 1973 es, en última instancia, un acto de justicia. Ya los antiguos griegos propusieron que el conservar la memoria de sus héroes y circunstancias tenía un valor moral, pues mientras se recordara, por ejemplo, a quienes se sacrificaron en las Termópilas, no morirían del todo.

Por esa misma razón, nosotros tenemos la obligación de no olvidar a las víctimas de la inhumanidad del siglo que apenas acabamos de abandonar, pero al sostener su memoria tenemos que hacer lo mismo con los verdugos, pues unos no se explican sin los otros.

Para Concluir.- Volvamos de nuevo a Hanna Arendt. Cuando en 1963 la escritora presentó su visión del juicio que se hizo en Jerusalén en 1961 a uno de los burócratas de Auschwitz, al teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, concluyó que, como individuo, ese administrador de la maquinaria encargada del exterminio tenía que ser entendido no como a un monstruo sino como un simple, normal y poco imaginativo burócrata: un banal perpetrador de un mal terrible (Eichmann in Jerusalem: a Report on the Banality of Evil, Nueva York, Viking, 1963).

Mientras con el paso del tiempo la figura de Salvador Allende se dignifica y crece fuera, la de Pinochet se asemeja cada vez más a la de Eichmann. Hoy, viejo y sin poder, el “gran dictador” es básicamente un militar oportunista y traidor, que sólo en el último momento se sumó a la conspiración contra la persona y las instituciones a las que había jurado lealtad. El personaje, mientras estuvo al frente de la maquinaria de represión, se jactó: “No se mueve ninguna hoja en este país si no la estoy moviendo yo”, pero cuando debió responder por sus actos, optó por declararse enfermo y fingir demencia. Entre las características del totalitarismo del siglo XX y sus derivados, como el autoritarismo latinoamericano, está la mediocridad y banalidad de sus líderes.

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