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MÉXICO, D. F.- El cuento, al igual que la novela, es la región más pantanosa de la literatura. En él todo es posible: las audacias, las extravagancias... Sin embargo, hay ciertos elementos impostergables: personajes, tiempo y espacio.
Al trabar contacto unos con otros, los personajes hacen posible la sintaxis de la ficción. El tiempo, al transcurrir, propicia el desarrollo de la historia y la trama. El espacio permite ubicar el mundo en que se mueven, piensan y sienten las criaturas. Se puede decir que el cuento es como la línea recta, la distancia más corta entre dos puntos: la presentación de un hecho, de un problema, y su feliz o triste desenlace.
Los cuentos de Agustín Monsreal (1941) postergan o anulan tales elementos. Los personajes casi no se frecuentan, de donde resulta que la sintaxis de la ficción esté sumamente diluida. En casi todos ellos, el monólogo se impone al diálogo y la digresión a la acción.
En el monólogo, el personaje nunca o casi nunca, reconstruye escenas en que participen dos o más seres: se concreta a narrar su intensa y complicada vida interior. Lo mismo ocurre en los textos contados en tercera persona, en los cuales el narrador acapara el discurso y no permite a las demás criaturas que hagan de las suyas, es decir que vuelquen impunemente el material autobiográfico que les gustaría comunicar a los lectores.
La soledad y el aislamiento voluntario en que viven sus personajes impiden que surja y se acreciente la acción. La historia y la trama ceden sus sitios a la digresión, por la que Monsreal siente amor desmedido y definitivo. (Sí en el cuento común y corriente los hechos se eslabonan para formar la anécdota, en los cuentos de este autor las digresiones se ordenan una tras otra hasta apoderarse de la historia). El espacio peca de impreciso: en varios cuentos parece que los personajes se mueven bajo una campana neumática; en otros, que habitan un mundo de aire enrarecido y paisaje desdibujado en el que la vida si no imposible resulta al menos difícil. El tiempo, al detenerse, o al fluir lentísimamente, detiene el crecimiento orgánico de la historia y el desarrollo biológico de los personajes.
Monsreal arrincona los elementos básicos del cuento y, sin embargo, sus textos son cuentos, cuentos admirables que profundizan y descubren los secretos de criaturas irrepetibles, las que, no obstante, viven ante el lector su vida alucinada y absurda. (Y cuando no es absurda, su existencia es producto de su condición de seres cuya personalidad oscila entre la salud y la enfermedad.)
Criaturas tan extrañas y poco propicias (en apariencia) para la prosa narrativa, alcanzan la categoría de personajes merced a la capacidad creadora de Monsreal, espacio de isla inaccesible para los lectores que sólo se interesan por la acción, los personajes de vigorosa vida externa y el planteamiento de urgentes problemas cotidianos.
El humorismo depurado, la poesía, la psicología profunda, el personalísimo manejo del idioma y la presentación de un mundo (quizá el del propio autor) radicalmente distinto de un mundo de todos los días conceden a Agustín Monsreal el título del cuentista más extraño de su generación.
Agustín es un cuentista que no se parece a ninguno de sus narradores de sus años, e incluso un poco más grandes (en edad) y más jóvenes. Es un solitario que gobierna con dulce e irónica maestría su discurso narrativo. Al mismo tiempo que cuentista que maneja con admirable soltura diferentes estructuras y estilos es, también, un analista que trabaja con asombrosos resultados las zonas más oscuras del alma humana.
A los 46 años, Agustín Monsreal comienza a vivir sus años maduros como escritor de cuentos. Si los libros que ha entregado contienen varios trabajos dignos de las antologías más estrictas, todavía está en posibilidad de ofrecer a sus lectores, cuentos todavía mejores, en los que puede perfeccionar el estilo si suprime algunos gerundios pétreos que de vez en cuando emplea en forma gratuita, y ciertas construcciones sintácticas, un tanto ásperas (innecesariamente ásperas) que rompen la cadencia de la frase y el período.
Una última afirmación, Monsreal pertenece, al igual que Efrén Hernández, a la familia más distinguida de nuestros grandes cuentistas del XIX, a la familia en la que sobresale Ángel del Campo, “Micros”. Este autor, que compendía los aciertos y los errores de la prosa narrativa de fines del siglo XIX, dona a los cuentistas que vendrán después varias lecciones no desmentidas por la historia de nuestra literatura: el uso de un lenguaje mexicano en sus cimientos y universal en sus propósitos; el conocimiento minucioso de la personalidad de sus criaturas (sobre todo aquéllas que lindan con la rareza y la enfermedad), y el empleo de técnicas, estructuras y estilos distintos conforme se los exijan los asuntos que desarrollará en sus cuentos.