Estos políticos ya ni la amuelan, exclamó el anciano, mientras fumaba su cigarrillo de hoja. Creen que a la gente se le olvida que durante años gobernaron para una clase privilegiada provocando el empobrecimiento de millones de mexicanos. No tienen perdón de Dios. Mantuvieron una política económica que favoreció a unos pocos en detrimento de grandes segmentos mayoritarios. Dejaron enriquecerse a unas cuantas familias que gozan de hospitales, colegios, universidades, restaurantes, tiendas de ropa, vehículos de lujo, centros de diversión, con instalaciones paradisíacas, campos de golf, albercas, canchas deportivas, baños sauna, fraccionamientos elitistas rodeados de bardas para evitar el contacto con la chusma. El pueblo no tiene cabida en esos lugares exclusivos, cuyo costo los hace inaccesibles a las clases desheredadas que sobreviven en la más tremebunda de las miserias. Es cierto, agregó después de una pausa, que aprovechó para reencender su maloliente tabaco, que se crearon instituciones de servicio social. Me gustaría que nuestros gobernantes atendieran sus dolencias en esos lugares para que se dieran un “quemón”.
Lo malo del asunto es que después llegarían otros, que se decían muy listos, los que apenas se subieron al carro del triunfo, no se les ha visto puedan con el paquete, sin experiencia ni, por lo visto, ganas de obtenerla. Lo más grave es que mintieron y siguen mintiendo tan quitados de la pena, convencidos de que nadie les reclamará el que tengan el descaro de contar sus fábulas. Lo que su manera de dirigir al país está dejando como corolario, es que de aquí en adelante a un candidato le estará moralmente permitido utilizar el embuste para encaramarse en un cargo público de elección popular. Hasta dónde llegará su audacia que le quieren quitar el freno a un carro al que no le han puesto llantas ni volante.
Lo dijo el anciano al tiempo que aspiraba con fruición el humo de su cigarrillo, de los liados a mano, de esos que llaman de chupas o pláticas. En el pasado abrió un expendio de venta de carbón de mezquite, era flaco, de baja estatura, lucía un bigote lacio, desparpajado, que le cubría parte de los labios, con guías hacia abajo que le daba un aspecto de triste amargura. En su juventud peleó al lado del gobierno porfirista. En aquellas famosas levas le pusieron a él y a otros un quepí en su rapadas cabezas que les ganó el mote de los pelones. En una malhadada batalla fue herido en una pierna y hecho prisionero por las fuerzas del general Francisco Villa quien no estando en posibilidad de tener cautivos a los cuales alimentar, los dejó en libertad, no sin advertirles que si volvía a encontrarlos en batalla los fusilaría sin más trámite que ponerlos en un paredón. En lo que pudiera estimarse como una salvajada les cortaba una oreja, con lo que sería fácil identificarlos si volvían a tomar las armas en su contra. Para cubrir la mutilación, así como ocultar el deshonor militar que implicaba, dejaba caer encima de su destrozado cartílago, un mechón de su cabello.
De repente recordé que en aquella época era yo un niño, luego, aquel hombre de edad provecta, no podía ser el mismo que, uno de estos días, estaba sentado en una banca de la plaza. Sin embargo, no había duda de que era él. Me repatea el hígado, continuaba su perorata, darme cuenta que, en un círculo perverso, los mexicanos están caminando de nuevo a encontrarse con su destino. La pobreza es mala consejera. No es que sea mala para dar consejos, aclaró, con cierta ironía, sino que una vez creada una desigualdad puede precipitar acontecimientos no deseables para quienes aman la paz. ¿Miras a esos mozalbetes, me inquirió, sí, sí, aquéllos con una franela limpiando los coches que se paran en aquella esquina? Si pidieran limosna no sería menos humillante. No acaban de salir de su adolescencia cuando la necesidad los ha puesto ahí. Sus brazos son fuertes pero carecen de oportunidades. ¿Qué futuro les espera? Eso no es otra cosa, concluyó, que una juventud desperdiciada. Antes de que yo dijera algo, el anciano que tenía ennegrecida su piel por el hollín del carbón que cubría todos los poros de su cuerpo, se alejó renqueando. Fue entonces cuando caí en cuenta de que había platicado con un espectro, pues su figura se empezó a difuminar hasta desaparecer por completo.