El Estilo Texano de Imponerse.- Bajo casi cualquier conjunto de circunstancias, el resultado hubiera sido en esencia el mismo: Unos Estados Unidos ya sin ningún contrapeso internacional y cuyo gasto militar es equivalente al que en ese renglón tienen los siguientes quince países más poderosos de la Tierra, tendería a transformarse inevitablemente en un imperio mundial, en la Roma del siglo XXI. Ahora bien, el estilo de llevar a cabo tan ambiciosa y compleja transformación -abundante en ambigüedades políticas y morales y llena de situaciones límite para individuos, grupos y comunidades nacionales-, fue uno bajo la pasada administración demócrata de William J. Clinton y otro muy distinto en la actual, donde domina un George W. Bush, republicano de derecha, born-again Christian y texano. Y el estilo de consolidar un imperio no es un elemento superficial y secundario, sino algo importante, pues puede tener consecuencias objetivas importantes, graves, para el sistema mundial en su conjunto, es decir, para todos nosotros.
En un libro por venir, James McEnteer argumenta que Texas tiene una subcultura que contrasta con la del resto de los Estados Unidos. Se trata de una en cuyo centro se encuentran los valores propios de la dura frontera anglo-escocesa trasladados luego al otro lado del Atlántico, alimentados por el mito fundador de El Álamo, encapsulado en la carta enviada al exterior en 1836 por su defensor tras un bombardeo ininterrumpido de 24 horas por parte del ejército mexicano: “Nunca retrocederé o me rendiré... victoria o muerte”. La ocupación del Oeste norteamericano reprodujo esos valores anglo-escoceses-texanos y los consagró para siempre en la imagen del vaquero, una figura que históricamente sólo tuvo vigencia por un tiempo corto -unos decenios a mediados del siglo XIX- pero que desde entonces se ha mantenido viva en la imaginación texana y en la norteamericana en su conjunto, como la síntesis de una filosofía de la vida.
Con el correr del tiempo, esos valores han guiado lo mismo la imposición de la pena de muerte -en Texas y desde que en 1982 se reinstaló ese castigo, se han ejecutado a 300 personas, varias veces más que en cualquier otro estado de la Unión Americana a pesar de que ya ha quedado demostrado que algunos de los condenados han resultado inocentes (The New York Times, diez de marzo)-, que las agresivas políticas de las grandes empresas petroleras, que la forma como la Casa Blanca conduce hoy su política exterior. La dureza y terquedad del que está absolutamente seguro de su relación especial con Dios, de su superioridad moral y racial y del triunfo final de sus exigencias si se les apoya con la fuerza necesaria, son características de la subcultura texana y que se han impuesto sobre sus alternativas: Las subculturas más razonables y sofisticadas de California o de la Nueva Inglaterra, por ejemplo.
El Nuevo Imperio y sus Razones.- La base del imperio romano de hace dos mil años fue la enorme confianza en la superioridad de sus instituciones políticas y jurídicas y en la eficacia de su ejército, un ejército profesional, permanente y organizado de una manera nunca antes vista y que, en cierta manera, perdura hasta los de nuestros días. Cuando Roma se sobrepuso a sus rivales y llegó a su madurez, la guerra estaba institucionalizada pero ya no por la razón tradicional —saquear a las sociedades vecinas—, sino para preservar sus instituciones y el orden interno. En efecto, para mantener su seguridad y superioridad, Roma siguió lo que puede calificarse como una “defensa activa” de sus fronteras frente a los bárbaros, de ahí sus constantes expediciones en contra de los que estaban más allá de sus fronteras: Los pictos, los francos, los germanos y el resto de “los otros” (John Keegan, War and Our World, 1998, p. XIII). En buena medida lo que hoy pretende la política militar norteamericana es, esencialmente, lo mismo que procuraron los antiguos romanos en su mundo: Proteger agresivamente un orden internacional que le beneficia enormemente mediante el castigo sistemático de aquellos que considera como los nuevos bárbaros: Los fundamentalistas islámicos convertidos en terroristas y ciertos “rough states” (estados violentos).
Para el imperio norteamericano actual ya no hay fronteras en el sentido tradicional, pues todo el mundo es parte de su interés, por no decir dominio. Sin embargo, el equivalente de la línea que separa al mundo del imperio de los nuevos “bárbaros” son las fronteras de los países cuyos regímenes decidieron no guiar su conducta internacional de acuerdo al conjunto de reglas aceptadas por el grueso de la comunidad internacional y, sobre todo, que abiertamente rechazan el dominio norteamericano. En la actualidad esas fronteras que requieren una “defensa activa” por parte de Estados Unidos son las de Corea del Norte, Irán y, sobre todo, Iraq, es decir, el “Eje del Mal”, según el término acuñado por el actual presidente norteamericano.
Un Imperio que no Quiere decir su Nombre.- La antigua Roma no tuvo ningún empacho en considerarse “imperial”, pero Estados Unidos sí, pues el imperio o imposición de la voluntad e intereses propios sobre los ajenos, no es fácilmente compatible con uno de los valores centrales de la cultura cívica norteamericana: La democracia, es decir con la supuesta igualdad política de los individuos en la libertad, independientemente de su raza, religión o nacionalidad. De ahí la necesidad que tiene el gobierno de Washington y una buena parte de la opinión pública norteamericana, de legitimar su acción en contra del régimen de Iraq con el apoyo de Naciones Unidas y con razones altruistas, ajenas al egoísmo nacional. Es así que, pese a no tener necesidad del apoyo de la ONU, lo busca y pese a no contar con evidencia sustantiva, el discurso del gobierno norteamericano liga al régimen dictatorial pero laico de Saddam Hussein con las acciones del terrorismo fundamentalista islámico. Finalmente, Washington fundamenta la necesidad de acabar con el actual régimen de Bagdad, en un imperativo ético: En la defensa de los derechos humanos del pueblo de Iraq, efectivamente conculcados por una dictadura brutal en extremo. En principio, nadie puede negar lo positivo que sería poner fin al régimen del Partido Baat en Iraq.
La liberación de los iraquíes es, en efecto, un objetivo que vale la pena, pero en boca del presidente norteamericano el argumento suena falso porque, cuando así le convino, Washington apoyó a Saddam Hussein y a su partido a pesar de constituir ambos el corazón de una dictadura corrupta en extremo. Tampoco suena honesta la idea de derramar sangre en defensa de la democracia en el Oriente Medio cuando al lado de Iraq, en Arabia Saudita y en otros países petroleros vecinos, Estados Unidos mantiene aliados que no son democráticos. Hablar del innegable sufrimiento del pueblo kurdo bajo el actual régimen de Iraq es hacer referencia a una verdad tan grande como una catedral, pero el discurso resulta hueco en voz de ese actor que por decenios se ha mostrado poco interesado en resolver el problema de la ocupación militar de los territorios palestinos, donde la autodeterminación está tan ausente como entre los kurdos.
Las Naciones Unidas o el Primer Campo de Batalla.- A estas alturas ya es evidente que el gobierno de George W. Bush ha decidido ir a una guerra -una nueva cruzada- que, en términos militares, va a ganar con relativa facilidad y sin ayuda de nadie (la participación británica es sólo simbólica, la mínima necesaria para dar la impresión de que hay una coalición contra Iraq). Y la victoria va a ser tan rápida y contundente, que el ejército norteamericano ya dio por innecesario el elemento de sorpresa. Sus tropas especiales ya están en Iraq y las rutas de ataque desde Kuwait ya están marcadas; el ataque se va a desatar simultáneamente por tierra y aire, y el bombardeo aéreo de precisión va a usar una tecnología nueva, capaz de sobreponerse a cualquier posible defensa iraquí en términos de horas.
Sin embargo, antes de que se inicie esa magna operación en la vieja Mesopotamia, ya ha tenido lugar otro ataque, esta vez político, sobre lo que ha resultado un obstáculo para el gran diseño del nuevo orden imperial: Sobre esa zona de relativa igualdad y democracia entre los componentes del sistema mundial: Las Naciones Unidas. Y el objetivo norteamericano en la ONU es el mismo que frente a Iraq: acabar con la resistencia e imponer un nuevo régimen, transformarla en una organización subordinada o hacerla irrelevante.
Ante su propia opinión pública, la maquinaria de guerra política de George W. Bush ya logró hacer aparecer a la ONU como algo negativo, como una institución incapaz de enfrentar el problema de Iraq (The New York Times, 11 de marzo). Y en esta guerra simbólica tampoco ha habido secretos ni sorpresas. En efecto, Washington ha ejercido una enorme presión sobre todos los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU de manera abierta, ante los ojos de la prensa y las cámaras de televisión. Así pues, si finalmente Estados Unidos consigue el apoyo de al menos nueve países dentro del Consejo para su política en el Oriente Medio, lo habrá logrado no por la convicción de quienes acepten los términos propuestos por los norteamericanos para transformar el régimen iraquí, sino forzándolos y amenazándolos con “disciplinarlos” -el término fue usado por el presidente Bush-. Un apoyo así construido, dejará a la ONU como una organización satélite, como un gran “Pacto de Varsovia” de la época soviética, no como un conjunto de naciones soberanas que llegan a acuerdos libremente pactados.
Por otro lado, si finalmente Estados Unidos se ve obligado a ir a la guerra sin el aval de las Naciones Unidas, entonces esa gran organización se convertirá en irrelevante para Washington y correrá una suerte no distinta de la de su antecesora, la Sociedad de Naciones (SDN). La SDN surgió de la victoria aliada de 1918 y se le pensó como la garante de un orden internacional más justo y pacífico, esa fue la idea de su gran arquitecto, el presidente norteamericano Woodrow Wilson. Sin embargo, el senado norteamericano reaccionó aislándose y se negó a formar parte de la institución que su presidente había ayudado a crear. Con la ausencia de Estados Unidos, de la Rusia Soviética y de los vencidos en la guerra, la SDN terminó por convertirse en un mero cascarón vacío de contenido, incapaz de frenar los planes imperiales del Eje del Mal original: El formado por Alemania, Italia y Japón.
En suma.- El sistema internacional está hoy experimentando un cambio acelerado y la voluntad norteamericana de dar forma a un imperio mundial al estilo texano es ya un hecho. Lo que aún está por decidirse es su naturaleza final. Y esa naturaleza simplemente no debería ser aceptable para países como México. Desde luego que en nombre de la no intervención y de la autodeterminación no se puede volver a justificar la permanencia de sistemas políticos como el construido por Saddam Hussein y la solución pacífica de las controversias tampoco puede aceptarse como un dogma, pues hay veces en que sólo la fuerza puede poner fin a un mal muy arraigado.
Sin embargo, tampoco se puede aceptar la destrucción de regímenes y la presión para conformarse a los dictados de Washington en nombre de un supuesto nuevo “Destino Manifiesto”, que es precisamente el contenido del discurso del presidente George W. Bush, un discurso que sostiene que los Estados Unidos están siendo guiados por la Divina Providencia, es decir, por la mano de Dios, en su esfuerzo por liberar al Oriente Medio y, de paso, diseñar un sistema internacional a la medida de las necesidades y proyectos de Estados Unidos, intereses que no necesariamente coinciden con los de países como el nuestro ni con un sistema internacional basado en supuestos democráticos, en el respeto y tolerancia respecto del otro.