“Sólo es un momentico” me advirtieron. El horizonte se viste de blanco y rojo. Abuelos y los nietos, chavales y mocitas cantan y danzan, las castañuelas acompañan la alegría que nos captura sin escapatoria. Las obligadas corridas por la tarde, los encierros y los suicidas que corren con los toros cada mañana -sin demeritar el brutal espectáculo- son lo de menos. Lo que nos atrapa en Pamplona son los pamplonicas que se preparan todo el año para el derroche de júbilo que exigen las fiestas de San Fermín. Hay que ver la forma en que japoneses, daneses, africanos o australianos -jóvenes que llegan de todas partes del mundo- se entregan sin ningún melindre racial y con el ánimo bien dispuesto, al pleno disfrute de esta fiesta interminable.
Ocho días bien cumplidos de veinticuatro horas cada uno, en los que como en la vida misma cuando se deja fluir sin restricciones, se entreteje la religión, la pasión, la danza y el canto, alimentados en todo momento por la espléndida gastronomía navarra y regados por los benditos vinos de Rioja y los ríos de “cava”: esa espléndida versión española del champán.
Con la seriedad y el compromiso que exigen las cosas que valen la pena, los pamplonicas preparan y vigilan hasta el último detalle, lo mismo para los solemnísimos acontecimientos religiosos como para la preservación de las danzas y cantos folklóricos que se transmiten de padres a hijos y que las diferentes cofradías exhiben con el recalcitrante orgullo que guardan los vascos por todo lo suyo.
A las doce en punto, la multitud que abarrota los balcones floridos y engalanados para la ocasión, que cuelga en los postes, abarrota las callejuelas aledañas y se acomoda como puede en cualquier sitio cercano a la placita del ayuntamiento, espera el tradicional “chupinazo” con un pañuelo rojo y una botella de cava en las manos.
Un cohetón estalla y el tapón de miles de botellas salta al mismo tiempo. Los pañuelos rojos se amarran al cuello y los chorros de “cava” bañan a la gente y a las calles en señal de que la fiesta ha comenzado. Durante una semana en Pamplona sólo hay lugar para la alegría que trasnocha en calles, en los parques y en las serenas placitas donde en estos días hasta los surtidores de agua bailan “Bacalao”.
Los surtidores de cerveza trabajan sin descanso y teniendo tan magnífico vino ¿para qué beber alcohol? La gente circula por las calles con vasos y botellas de cristal en la mano. -¡Qué peligroso!- Observa el Querubín con mentalidad americana, aunque al final tiene que reconocer que a pesar de la euforia etílica permanente, no vimos a nadie convertirse en gorila.
La gente es educada y el respeto interciudadano no se discute. La policía, discreta pero siempre presente, circula, vigila, respeta e impone respeto aunque como en todo mitote, no faltan los bribones. Menos mal que se trata de raterillos que roban los calcetines sin sacarle a uno los zapatos. Uno de esos le sacó al Querubín la cartera que traía bien guardadita en un bolsillo delantero de los jeans. Él, alega en su defensa que cuando sintió la mano del carterista en su pantalón pensó que se trataba de un acto de buena voluntad. “Pobre de mí, qué voy a hacer, se terminó la fiesta de San Fermín”.
De verdad que sólo se trató de un momentico que sin embargo ha quedado fotografiado para siempre por mi corazón. Ahora, con renovadas energías estoy de nuevo con ustedes, ábranse que ahí voy. adelace@avantel.net