Algunos huyeron a Buenos Aires disfrazados con sotanas. Otros, con trajes raídos, aparentando ser campesinos. Embarcaban en Génova o Barcelona con nombres falsos y documentos de refugiados, a fin de esconder su condición de criminales de guerra. Pero en América, les esperaba un refugio seguro. A partir de 1945, tras terminada la Segunda Guerra Mundial, de menos 20 altos jerarcas nazis vivieron plácidamente en la Argentina bajo la complacencia y, a veces, la protección del Estado. Mientras que eran buscados por numerosos países para que respondieran por el mayor genocidio de la historia, gestado en los campos de exterminio de Adolf Hitler. De algunos, como Martin Bormann, estrecho colaborador de Hitler, no quedaron rastros burocráticos. Otros, como Josef Mengele, el médico monstruo que experimentaba su loca ingeniería genética en prisioneros del campo de exterminio de Auschwitz, se sintieron tan seguros y protegidos que usaron su propio nombre para regularizar su situación y obtener documentos argentinos. La apertura de los archivos secretos de la policía argentina, ordenada recientemente, demuestra que Argentina se convirtió en un santuario inexpugnable para los criminales de guerra nazis. La protección fue tan amplia y profunda que han desaparecido los principales documentos de los criminales más connotados, como Mengele.