Nadie parece dudar que la tecnología moderna, impresionante como es, nos ha esclavizado. Nos ha aislado del medio ambiente natural y social. La enajenación del mundo moderno nos ha privado de la paz con nosotros mismos. Estamos desapercibiendo el privilegio enorme que tenemos de ser humanos y nos hemos alejado de los demás en el proceso. No parecemos tener la capacidad para conducir vidas efectivas y serias. Una vez que perdemos el significado por la vida, el sentimiento de valor personal se desvanece. Se acaban los valores duraderos y los vicios suplantan a las virtudes esenciales.
Hemos creado muchos recursos sofisticados; nos hemos automatizado; vivimos electrónicamente. Pero también nos sentimos tensos y vacíos. Perdemos el orgullo de nuestro propio valor, lo cual es psicológicamente fatal. El gran mundo que hemos construido nos está devorando. Hastiados y aburridos nos encontramos, inmersos en un mundo que parece proveerlo todo a través de computadoras.
¿Qué mundo les espera a los jóvenes? ¿Cómo serán, si hay algunas, las próximas generaciones? ¿Debemos olvidar los sueños, impotentes como nos sentimos ante el mundo de locura que hemos creado? El odio, el antagonismo y la contienda están floreciendo. El mundo que hemos creado es tierra fértil para cultivarlos. Una malignidad destructiva tiende a atacar las fibras más íntimas de nuestra intimidad. Y, en consecuencia, el enajenamiento de nuestros tiempos nos conduce a perder control sobre nuestras propias vidas, las cuales con frecuencia parecen absurdas e incomprensibles. Menos y menos entendemos por qué suceden las cosas.