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El otro costo de la guerra

Jorge Zepeda Patterson

Es una lástima que el ejército norteamericano tenga, hasta el momento, tan pocas bajas en la guerra de Iraq, porque eso motivará a los “halcones” del Pentágono a emprender expediciones similares en otros países. Palabras más, palabras menos, es la reflexión en privado que se hacía el viernes pasado un importante dirigente pacifista de la llamada sociedad civil. Es una tesis lógica y, al mismo tiempo, espeluznante. Un pacifista frustrado porque la guerra no ha producido suficientes cadáveres para prevenir la siguiente guerra. Puedo imaginármelo, enfundado en su camiseta a favor de la paz y en contra del odio, escuchando los partes de guerra que difunde la televisión deseando que aumente la cifra de los marines caídos; abrigando la esperanza inconfesable de que algunas bombas se desvíen de su curso y liquiden algunos miles de civiles en Bagdad, suficientes para indignar al mundo entero y asegurar que la opinión pública no permita una guerra más. Paradojas de la “militancia” pacifista.

El problema con las guerras es que nos hace a todos un poco más cínicos, maliciosos y necios. A los que están a favor y a los que están en contra; a vencidos y a vencedores. No sólo a los protagonistas de uno y otro bando, también a los testigos ajenos al conflicto. La guerra nos pone en contacto con información que resulta incompatible con la rutina de la vida diaria. Nos horrorizamos por la tragedia de un niño llamado Alí, quien perdió sus brazos y toda su familia en un ataque aéreo, pero acto seguido pasamos al resumen de deportes, o regresamos a la cotidianidad que supone bregar con las dificultades de llevar la dieta para bajar de peso, o nos enfrascamos en las tribulaciones para mejorar el desempeño escolar de un hijo. La guerra es una violencia llevada a límites industriales, una situación extrema, ajena a toda normalidad, pero que los medios informativos han introducido a la sala de nuestra casa y convertido en parte del “infoentretenimiento” en que se han convertido los noticieros. Al final, terminamos blindados frente a la tragedia; lo extraordinario deja de conmovernos, perdemos capacidad de asombro y de solidaridad real. Es decir, la guerra nos convierte en víctima a todos, porque nos hace menos humanos.

Desde luego, la mayor porción del daño lo reciben los vencidos. No sólo por las pérdidas en vidas y en materiales, que no es poco. Por cada muerte hay diez heridos; por cada diez heridos hay cien refugiados que optan por el desarraigo; por cada cien refugiados hay mil que se quedaron a rumiar odios y resentimientos. Estas sumatorias significan que detrás de una cifra de tres o cuatro mil civiles asesinados subyace una tragedia para millones de habitantes a los que les cambió el destino y llevarán los resabios de la guerra el resto de sus días.

Al final en todo pueblo vencido queda la humillación que significa aceptar los términos que impone el vencedor y vivir con ello. Si bien, es evidente que una gran porción del pueblo iraquí no apoyaba a Hussein (quizá la mayoría, pero eso nunca lo sabremos), está claro que ellos no pidieron ser liberados a bombazos por un ejército de otra raza, religión y costumbres. Es decir, por un invasor. Para los árabes, Estados Unidos representa el poder que está detrás de Israel y sus políticas discriminatorias y arbitrarias en contra del pueblo palestino. Hace una semana, en este mismo espacio, afirmé que para los árabes Estados Unidos no es sinónimo de democracia, sino de la potencia que ha propiciado monarquías feudales de jeques árabes dispuestos a vender su petróleo a Occidente.

La mayor de las derrotas para el pueblo iraquí no reside en el paisaje urbano bombardeado o los cuerpos desgarrados. Lo peor aún está por llegar. El verdadero descalabro surgirá cuando esté instalado el protectorado militar y lo más oportunista de la sociedad iraquí brote de las alcantarillas para halagar y congraciarse con los norteamericanos, para cogobernar y montar una mascarada democrática, a contrapelo de su propia cultura. En el fondo, lo peor de la guerra es la humillación colectiva que significa aceptar los mandatos de una amo en nuestras propias tierras. Lo peor de la guerra es la capitulación del vencido.

Miscelánea

Hace diez años, luego de un accidente automovilístico, Florencio Salazar se debatió entre la vida y la muerte durante varios días. En aquel momento escribí que el infortunio era más que lamentable entre otras cosas porque Salazar era el único priista verdaderamente decente que yo había conocido. Ahora ya sólo es decente, pues dejó de ser priista. Desde el jueves pasado es el nuevo Secretario de la Reforma Agraria. Necesitará de toda su calidad política para enfrentar el terreno minado en que se ha convertido la tenencia de la tierra en nuestro país. La disputa por las parcelas es el nuevo campo de batalla de la guerra de pobres contra pobres en el campo. Suerte. (jzepeda52@aol.com)

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