Para nadie resulta un misterio que los inicios del siglo XXI estarán marcados en la historia por una gran incapacidad de la humanidad para obtener fuentes alternativas de energía diferentes al petróleo. Esta dependencia del hidrocarburo, ha marcado esta etapa de la historia de la humanidad con un renacimiento del imperialismo en su forma más ominosa, la ocupación militar como forma de dominio de esta materia prima estratégica, y el renacimiento del neocolonialismo. ¿Quién puede dudar ahora que la campaña contra Afganistán obedecía a los intereses de las compañías petroleras norteamericanas por construir un oleoducto que les permitiese unir la distribución de petróleo desde las recién conquistadas repúblicas exsoviéticas de Kasakastán, por ejemplo, hasta el lejano oriente? ¿Quién puede poner en duda que la campaña contra Iraq, plagada de mentiras, obedecía al mismo interés de dominar el petróleo de la nación árabe?
En ese contexto manteníamos la hipótesis, publicada varios artículos atrás, de que si el gobierno norteamericano se rasgaba las vestiduras por la falta de apoyo de los mexicanos en su conquista militar, considerándose ?decepcionado? y ?molesto?, no era porque en realidad respondiera a ?sentimientos?, que en realidad perseguía intereses muy concretos acerca de nuestras riquezas y que en todo caso lo que buscaba era presionar y tantear que tan difícil podría resultarle ello.
La política exterior norteamericana se ha basado clara y llanamente en la provocación como estrategia para identificar cuáles son los objetivos a corto plazo de su plan de expansión imperialista de su hegemonía. Siria fue primero, Cuba después, Corea del Norte lo había sido antes. En el primero, lo irrisorio de las acusaciones y el prestigio del gobierno Sirio dentro de las naciones árabes (su gobernante no se parece en bada a Sadam Hussein) demostraron a los norteamericanos la inutilidad de continuar su agresión por ese camino. En el caso de las otras dos naciones, su respuesta clara y contundente a las provocaciones norteamericanas han sido la vía para detenerlos.
Pero le toca el turno a México. Apenas acabábamos de leer, los primero días del mes de mayo, una nota del gobierno de México en la que se daba cuenta del avance que se tenía en el proceso de transformación de PEMEX. Se nos decía ahí que la empresa se saneaba, que ya no era utilizada como en los anteriores regímenes priístas para financiar campañas políticas y para sacar de problemas financieros al gobierno. Dentro de la campaña foxista para las elecciones del próximo seis de julio, se daban buenas cuentas de la administración de la empresa petrolera, como ejemplo del ?cambio? que vivimos los mexicanos y como demostración de la necesidad de quitar los frenos para seguir avanzando en ese camino.
De repente, y en unas cuantas horas, todo había cambiado. Apenas el cuatro de mayo pasado, aparece la nota en la que se advierte de la falta de recursos propios para realizar inversiones en Petróleos Mexicanos. Es indispensable si no queremos que el país se atrase en su desarrollo (¡sic!) nuevas exploraciones, mayor extracción y producción de crudo. Como si el país no produjera el suficiente petróleo y exportara el suficiente petróleo crudo principalmente a los Estados Unidos. El problema enorme que el país tiene es precisamente que los grandes volúmenes de extracción y producción de petróleo crudo no van acompañados de la correspondiente producción de sus derivados. La concesión hecha por Carlos Salinas a las compañías petroquímicas trasnacionales de producir la materia prima, pero desmantelar la inversión pública en la producción de gasolinas, gas natural y otros derivados, subordinó un interés nacional a los intereses extranjeros; en aquel momento la concesión fue hecha, dentro de muchas más, a cambio de una renegociación de la deuda externa y un reflujo de capitales del exterior que permitieran sostener la falacia de la entrada del país al primer mundo. Todos sabemos como terminó la aventura.
Pues bien, como los famosos contratos de servicios múltiples ya han sido declarados inconstitucionales por la Suprema Corte de Justicia, ahora nuestros brillantes funcionarios gubernamentales han ideado y ofrecen descaradamente a los inversionistas extranjeros un nuevo esquema para que puedan invertir en actividades que constitucionalmente están reservadas en exclusividad al Estado. El nuevo plan de negocios permitiría a las empresas extranjeras explotar el crudo mexicano sin exponer su capital, ya que si la exploración y extracción no resultan, sería el gobierno mexicano quien pagaría todos los costos, indemnizando a las empresas extranjeras mediante el pago de lo que han dado en llamar su ?prima de riesgo?. Si por el contrario, se obtuvieses ganancias, estas se repartirían por partes iguales entre las compañías extranjeras y PEMEX. Con este giro de ofrecer nuestra riqueza en bandeja de plata a los norteamericanos, demostramos nuestra disposición a ?colaborar?, nuestro temor enfermizo a no ganarnos su irritación.
Pero ese ofrecimiento no era suficiente, faltaba ver hasta donde llegaba la debilidad política del gobierno en turno para saber hasta donde podrían llegar. En la reunión del señor Derbez y el criminal de guerra Powell, oficialmente se aceptó que nuestro objetivo prioritario fuese la lucha contra el terrorismo, dejando de lado el trascendental acuerdo migratorio. Una ves más nuestros intereses se subordinaban a los de los norteamericanos.
La consecuencia no se ha hecho esperar, en el último capítulo conocido de esta historia, la fracción republicana de la Cámara de Representantes de Estados Unidos ha lanzado las cartas: si queremos acuerdo migratorio, debemos ceder el petróleo a la inversión extranjera. Los mismos demócratas han considerado esto como un insulto a los mexicanos, raro es que no haya ninguna declaración mexicana al respecto.
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