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El prodigio eucarístico

Juan de la Borbolla

En octubre del próximo año se celebrará en Guadalajara el cuadragésimo octavo Congreso Eucarístico Internacional, ocasión para que S.S. Juan Pablo II anunciase su deseo de visitar por sexta ocasión en su Pontificado, territorio mexicano. Esta Semana Santa es tiempo idóneo para profundizar en el inmenso prodigio que supone el milagro eucarístico, el cual será considerado en plenitud durante los trabajos de dicho congreso mundial.

Resulta increíble el hecho de que Dios: el creador y ordenador de todo cuanto existe; el Ser Supremo que mantiene en la existencia por medio de su Providencia a todo lo por El creado, haya querido asumir en plenitud, la forma de una de esas criaturas salidas de su mano: el ser humano, para convertirse en perfecto hombre, siendo perfecto Dios: haciéndose como uno de nosotros en todo menos en el pecado.

Aún más asombroso es el misterio de la Pasión y Muerte de Jesucristo, inmolándose voluntariamente al Padre como víctima propicia que desagravia los pecados de los hombres, siendo Él por supuesto impecable y perfecto, pero queriendo sufrir la peor de las ignominias.

Pero si la encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad en el seno inmaculado de la Virgen María, su nacimiento en Belén, en medio de todas las privaciones y la pobreza, su vida austera y laboriosa al lado de María y José en Nazareth, desarrollando durante buena parte de su vida un trabajo artesanal como cualquier otro trabajador y sus tres años de vida pública pletóricos de ejemplo de santidad de vida, milagros, enseñanzas trasmitidas por sus sabias y santas palabras, son todos ellos acontecimientos que marcan la historia de la humanidad en un antes y un después, constituyendo el punto medular de la historia de la Salvación del género humano en general y de cada persona en particular, tendríamos que pasmarnos verdaderamente ante lo que supone otro prodigio supremo de Nuestro Señor Jesucristo: Este es él haberse querido quedar presente entre nosotros hasta la consumación de los tiempos, asumiendo ya no forma humana, sino transformando en Su Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad, el simple pan sin levadura y el vino, una vez que el sacerdote recita la formula que dijo Jesucristo por vez primera durante la Ultima Cena, ese primer Jueves Santo de la historia, víspera de su pasión y muerte en el Gólgota.

Cristo ha querido quedarse con nosotros convirtiéndose en alimento para nuestra vida diaria; convirtiéndose en viático para nuestra andadura de eternidad, transformando el pan y el vino a través de la Transubstanciación.

En todo verdadero sacrificio existen cuatro elementos esenciales que se dan en plenitud en el sacrificio de la Cruz y que se renuevan de modo incruento cada vez que se realiza el milagro de la Transubstanciación en cualquier Santa Misa: sacerdote, víctima, ofrecimiento interior y manifestación externa del sacrificio.

El Jueves Santo es el día del Amor manifestado por Jesucristo a sus criaturas a través de la Institución de la Eucaristía el sacerdocio ministerial, instrumento querido por Dios para perpetuar el milagro eucarístico y el mandamiento supremo del Amor.

Es la plasmación del Amor con mayúsculas que Dios tiene hacia sus criaturas independientemente de la actitud que ésta tenga hacia su Creador y que se manifiesta en el prodigio de quedarse bajo las apariencias del pan y del vino para nutrirnos hacia la vida eterna.

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