“Cuando un amigo se va queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada
de otro amigo”
Alberto Cortés.
Me habla un amigo en franco estado de desesperación, no sabe cómo llegar a la funeraria, ignora el camino. Al hacer su aparición en el velatorio le hablo de frente, claro: desgraciadamente de ahora en adelante tendrás que venir por estos sitios con mucha más frecuencia, ese es el curso que para bien o mal va tomando la vida. Y es cierto, cuando niño nadie te prepara para ello; la muerte no existe, todo es eterno, fugacidad, desaparición y pérdida nunca vienen en tu cuaderno de palabras, piensas en la continuidad, en que el ser querido te acompañará para siempre, estará en constante estado de permanencia a tu lado alejando monstruos y demonios, ayudándote a transitar caminos... Pero luego vienen los años, la contundencia del paso del tiempo, el natural desvanecimiento. Tristemente nadie te prepara para ello.
Tengo veinticinco años y varias muertes en mi haber. Existen las naturales: viejos que mueren despacio o repentinamente debido a dos factores, su hora había expirado o simple y llanamente no querían vivir. En esos momentos el trauma recae en no poder gozar ya de la presencia física, ante todo, de la experiencia que nos confieren los adultos mayores, poder apoyar el hombro, asimilar los consejos que sólo ellos sabían darte. He aprendido a dejarlos ir, caer en el entendimiento triste, a la vez alegre; vivieron sus días como les dio la gana, llega un momento donde el camino se tiene que redefinir, merecen transitar hacia otros sitios llámese cielo, nirvana, en donde seguramente gozarán otra dimensión. He ahí un cuestionamiento que el ser vivo jamás resolverá: ¿en dónde y cómo están? ¿sienten? ¿me pueden ver y oír? ¿siguen aquí? ¿reencarnaron? Es cuestión de cada quién imaginar, presentirlos lejos o cerca. Eso sí: urge mantenerlos presentes en la memoria pues aunque el duelo pase el olvido jamás debe existir.
¿Que cuando me le enfrento a Dios y soy capaz de insultarlo? Ante lo antinatural: niños o jóvenes a los que el viento se lleva sin mayor explicación. Ahí viene la furia, rabia plena y la incapacidad de entender lo prematuro, eso que sentimos como castigo, injusticia plena, vendetta del más allá ¡quién demonios se atreve a interrumpir de ese modo tan aberrante! ¿Con qué cara me vienen a decir, explicar, pretextar? Es el momento pleno donde sientes la contundencia, el no poder más, franco odio hacia todo lo que te rodea, ganas de irte con ellos. Ni modo, ahí sigues: quién sabe cómo renaces desde el fango, te haces fuerte con todo y la yaga y terminas por remontar el vuelo. Siento mucho ahora en especial la canción de Susana Rinaldi que dice: “A pesar de todo, me crece la vida, me brotan las rosas”...
Cada quién entiende de distintas maneras la muerte. Yo nunca había ido a un crematorio a confirmar que finalmente acabamos siendo polvo, el espíritu o alma viaja hacia otra parte. La experiencia suele ser impresionante: ahí sientes angustia explícita pues el proceso que va desde la velación hasta el entierro suele ser tétrico, francamente desagradable. Cuando te toca acompañar –como fue mi caso- a gente querida debes ser estoico, solidario, obedecer los preceptos castrantes de nunca quebrarte en público, la presión de estar entero por fuera y podrido por dentro. Maldigo a un familiar cercano del cual vengo siendo descendiente directo quien hace tiempo susurró a mi oído siendo yo un chavito: “niño, la gente bien, los de estirpe no lloran ni hacen numeritos, eso déjaselo a los pelados”... Sin comentarios.
¡Al diablo con el mito de no dejar fluir las lágrimas! ¡al infierno aquel que dice los hombres nunca deben llorar pues es sinónimo, ausencia de machismo! Para mí llorar es catártico, liberador, revela humanidad y hacerlo junto a los que queremos da consuelo y alivio. Para mi desgracia cada día me cuesta mayor trabajo hacerlo: sientes te vas haciendo de piedra, asumes la responsabilidad de cargar la cruz del otro y no mostrarle que también tú estás hecho añicos. Ante la contundencia del concepto espacio/tiempo te comportas distinto, sabes que experiencia se repetirá y por ello buscas afanosamente las armas para saber enfrentarla con la mayor sabiduría posible.
Dice un hombre muy sabio, Su Santidad El Dalai Lama, líder espiritual de los tibetanos y quien injustamente fue expulsado de su tierra por los chinos: “vive cada día como si fuera el último, gózalo desde que amanece”. También solía preguntar Don Lucas Haces Gil a su esposa, la única e irrepetible Carmelita Pámanes el porqué se levantaba cantando (para entonces habían perdido dos hijos y una colosal fortuna) para oír una respuesta ante la que me cuadro: “por el milagro de estar viva, tú en cambio Lucas, eres como un entierro de tercera”.
Después de mi última pérdida crecí, modifiqué la conducta. Siempre decir te quiero, abrazar, dar amor a pastos, otorgarle al vecino una sonrisa, perdonar y olvidar rencores y odios. Muy bien lo dijo el admirado maestro Felipe Garrido: “que ante el torbellino de la vida, nada más importante que reír”
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