Quien mucho habla, mucho yerra, dicen los hombres sabios. El silencio es más provechoso que la dicacidad y resulta un signo de prudencia. Los abuelos comparaban a los políticos post revolucionarios con los simpáticos cotorros: se aprendían una frase, la repetían varias veces al impulso de su dueño y nunca se les olvidaba. Era la única que conocían.
Luego llegaron los universitarios a la política, sobre todo los abogados y algunos discursos empezaron a tener sentido ante la comunidad. Este columnista recuerda haber escuchado a Vicente Lombardo Toledano en Teatro Abreu de la capital de la República a propósito de un aniversario, el décimo, de la expropiación petrolera decretada por el presidente Lázaro Cárdenas. Lombardo habló durante tres horas y media, pero los asistentes permanecimos atentos desde nuestras butacas. Tanto era el atractivo de su improvisada charla, construida en orden, con giros retóricos de gran belleza y una absoluta claridad de expresión.
En otra ocasión, creo que fue en los años cincuenta, oí una conferencia del maestro de la juventud, José Vasconcelos, en la ciudad de Durango, a propósito de una convención de estudiantes universitarios a la que habíamos asistido un grupo de la Escuela de Leyes, de Ciencias Químicas, de la Normal y del Ateneo Fuente, cuando todavía no existía la Universidad de Coahuila. Todos salimos altamente motivados del teatro donde tuvo lugar la clausura de los trabajos. Lo que nos dijo Vasconcelos hacía sentido en aquel momento y lo entendimos por estar fundado en su gran experiencia política, desde el maderismo hasta su propia campaña antirreeleccionista de 1929.
El presidente Cárdenas anduvo lejos de la oratoria durante su período presidencial, pero sus actos políticos siempre estuvieron impregnados de congruencia ideológica: la instrumentación del reparto agrario, la expropiación de la industria petrolera, la aplicación de las normas laborales establecidas en el artículo 123 constitucional y la práctica de una política internacional independiente, siempre respetuosa del derecho de los demás países para elegir la forma de gobierno que creían conveniente para sus pueblos.
Fueron iguales, si bien con tesitura ideológica menos radical, los presidentes Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán Valdez, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, quienes solamente se dirigían al pueblo cuando tenían algo importante que comunicarle. Sus giras políticas se constreñían a los eventos de trabajo, a dar audiencias cortas y ordenadas; a conceder entrevistas a la prensa local de las entidades entonces la tomaban en cuenta las cuales eran breves y concretas y jamás se concedían, como hoy es usual, en las calles, sobre las banquetas o en las escalerillas de los autobuses. Y sin embargo, los ciudadanos estaban siempre atentos a lo que dijeran los presidentes.
Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, fueron verborréicos por excelencia: jamás paraba el pico. Hablaban de todo: arte, ciencia, literatura, agricultura, asuntos laborales, justicia y el más largo etcétera temático que se les pueda ocurrir a mis lectores. Todos ellos sentían que estaban cerca de la excelsitud cuando pronunciaban sus largas peroratas, ante el boquiabierto asombro de las acarreadas concurrencias a sus actos públicos. Pero ¿qué hicieron por el país, además de endeudarlo en exceso, gastar el dinero a manos llenas y comprometer el futuro de la República? Poco o nada, en absoluto.
Hoy seguimos en lo mismo. Don Vicente Fox constituyó, nadie lo duda, una esperanza de cambio y de bienestar para los mexicanos. Sus expresiones en campaña política eran inordenadas y llenas de giros coloquiales; pero siempre pensamos que aquélla era una forma de hablar, para hacerse oír de la gente sencilla a la que invitaba a votar por él. Menos de un año fue suficiente para darnos cuenta de que Vicente Fox era así: coloquial, cambiante, confuso, difuso y para colmo profuso. Con todo respeto, parece ser que la Presidencia no lo ha cambiado.
Hoy el país está que tiembla ante dos eventos recientes: el curso de los acontecimientos internacionales y la apreciable variación en la postura presidencial sobre la posible guerra Estados Unidos-Iraq. Hace cuatro días sentíamos una grata comodidad al escuchar decir a Fox, en repetidas ocasiones, que México mantenía inquebrantable su política de no a la guerra y que su gobierno sostenía las soluciones pacíficas para el desarme de Iraq. Pero ayer dijo otra cosa y usó otro tono: “La única manera de lograr una paz verdadera en el mundo pasa por el desarme del régimen de Saddam Hussein. (.....) De otra manera no habrá tal paz y ésta siempre estará amenazada”. Y fue prolijo: “...cualquier camino que sigan los países, así sea con posiciones diferentes entre ellos, llevarán a la misma conclusión: desarmar a Iraq. ...”Sólo el desarme de los iraquíes puede asegurar la paz”.... Su gobierno, aseveró, continuará promoviendo que Iraq cumpla las demandas de las Naciones Unidas y desmantele en forma inmediata los misiles prohibidos que tiene. Es urgente”.
Ningún otro presidente mexicano en ochenta años de historia ha contradicho la tradición pacifista del país, salvo en la II Guerra Mundial porque había sido agredido flagrantemente por las naciones del eje Alemania-Italia-Japón. En las crisis, nuestros mandatarios postularon una actitud de equilibrio demandando soluciones afines a la causa de la paz. El día siete de marzo se presentará el caso de Iraq en el Comité de Seguridad de la ONU. El presidente Fox tiene tiempo para reflexionar. Ojalá que ese día podamos sentirnos orgullosos, una vez más, del voto de México.