Tengo la viva impresión de que el voto de México, en la Comisión de Derechos Humanos, tuvo su origen en dos vertientes. Por un lado, el deseo manifiesto de quedar bien con los Estados Unidos de América con el que las relaciones se habían deteriorado por declaraciones que en contra de la guerra de Iraq hizo nuestro Presidente, cuando ya no había necesidad de anunciar si el voto sería en un sentido o en otro en el seno del Consejo de Seguridad del que formaba parte como miembro no permanente, por que nuestros vecinos, advertidos de que el rechazo a la guerra era general, bueno con contadas excepciones, había tomado la vía rápida, fast track, sin esperar el respaldo o rechazo de la ONU, al iniciar las acciones bélicas. En otra vertiente, aprovechar el momento ideal para abrirle la puerta a una represalia eminentemente política que le demostrara a Fidel Castro que donde las dan las toman. No hace mucho, rompiendo un pacto de caballeros y de discreción acordada, se dio a conocer una conversación telefónica entre dos dignatarios, el de México y el de Cuba, que descubrió que nuestro Presidente es capaz de mentir como cualquier hijo de vecino Y que Fidel no es ni remotamente un caballero.
Abordemos el tema. La constante violación a los derechos humanos, desde que las fuerzas castristas, 1959, derrocaron a Fulgencio Bautista, se justificaba con la necesidad de consolidar el régimen de Fidel frente a las embestidas de grupos interesados en convertir de nuevo a la isla en un lugar propicio para turbios y groseros negocios. Han transcurrido un poco más de cuatro décadas, en que hubo diversos intentos estadounidenses para acabar con el régimen. Desde una invasión, que empezó y acabó en Bahía de Cochinos, dirigida por la Central de Inteligencia Americana, CIA, hasta varios atentados en contra de la integridad física de Castro de los que destacan un explosivo en un cigarro puro, para desfigurarle el rostro, y una seductora mujer encargada de asesinarlo. En las últimas semanas las condenas a muerte contra tres secuestradores, parecen excesivas, así como exageradas las penas de prisión decretadas a disidentes contra el régimen castrista. Da la impresión de que los tribunales cubanos hicieron pedazos la equidad en que las penas deben corresponder en su monto al tamaño del crimen cometido y en cuanto a la garantía del debido proceso judicial hay la fuerte impresión de que no se respetó.
Hasta ahora los mexicanos habían apoyado al gobierno de Fidel Castro por varios motivos. Fidel hizo lo que la mayoría de los países, comprendidos desde el sur del Río Bravo hasta la Patagonia, hubieran querido hacer y no han hecho: emanciparse de los dictados de una economía de mercado que tiene hundido en la más lacerante de las pobrezas a millones de seres humanos. La identificación con los ideales libertarios de un país ahogado en una brutal apatía en el que se promulgaba el vicio como la consagración del éxito. La natural simpatía que despierta el débil cuando es acosado por el fuerte; a lo que debe agregarse el bloqueo económico que sufren todos sus habitantes, no sólo el gobierno de la isla, además del natural cariño que se tiene a un país latino identificado con nuestras costumbres. Ese apoyo incondicional ha disminuido a partir de que ciudadanos cubanos secuestran una embarcación con turistas a bordo con el evidente propósito de abandonar la isla con rumbo a Florida y quizá, por qué no, con el subyacente propósito de estigmatizar, ante los ojos del mundo, al gobierno cubano.
Detrás, no estaríamos errados, si vemos la mano de alguna de las dependencias oficiales de los Estados Unidos encargadas, desde siempre, de desestabilizar al gobierno de Fidel Castro. En fin, la fea reacción de Fidel, ordenando muerte y encarcelamiento de transgresores del orden, resulta indefendible visto el asunto desde la perspectiva de los que no hemos sufrido el asedio del imperialismo yanqui durante largos cuarenta años. ¿Sería esa la razón que llevó a Vicente Fox a dar un voto a favor de la propuesta de designar un relator?. Encontrar otros motivos que le hayan acelerado el pulso o provocado deseos inconfesables de agradar al coloso, daría la razón a quienes consideran que nuestra actual política internacional camina zigzagueante, careciendo de congruencia, equilibrio y rumbo. Es indudable que una decisión tomada al calor de un interés ajeno a la doctrina Estrada, echando a rodar colina abajo, los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, orgullo de un país como el nuestro, que tan pocas cosas tiene de las que legítimamente pueda ufanarse, es contraria a la postura antibélica que hace escasas semanas acaparó tantos elogios, aun de partidos políticos que en México mantienen una oposición recalcitrante.