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El zumo de piedra

Gilberto Serna

Este relato lo escuché de un muchacho que votaba por primera vez, con 18 años a cuestas. Una mampara lo dejaba a salvo de miradas indiscretas. No era gran cosa, unos cartones a manera de biombo de la cintura hasta la cabeza, suficiente para cruzar uno de los círculos en la boleta electoral, sin que nadie se enterara a cuál partido había favorecido. El elector se había levantado temprano, sin motivo aparente, pues pensaba que la casilla estaría desierta a cualquier hora del día. Lo que encontró no lo decepcionó. A esa hora de la mañana no había votantes en espera de que les llegara el turno. Los directivos de casilla bostezaban aburridos mientras leían cualquier folleto. Algunos sólo se miraban entre sí esperando que el padre tiempo apurara el paso. No era gran cosa, una desairada jornada cívica que duraría todo el día. Esperó con displicencia que revisaran su credencial de elector, confrontándola con el padrón, mientras el presidente de casilla, un viejo de rostro macilento, hurgaba con la uña del dedo meñique en su dentadura.

Hubo quienes pronosticaron acertadamente que en este 2003 habría un marcado abstencionismo. La gente no está acostumbrada a votar, le da una gran flojera participar pensando que las cosas están resueltas de antemano, no cree en los resultados de los comicios, no hay una arraigada cultura del voto libre, le da igual qué candidato gana pues ninguno vale la pena, es lo que vociferaban los expertos que se han fogueado en estos asuntos. No habrá respeto a los votos, las urnas están arregladas, el padrón de electores no es confiable, las autoridades electorales están vendidas al gobierno, son algunas de las airadas expresiones de tiempos superados. La gente tiene olfato, se dijo a sí mismo la persona que llegaba a primera hora de la mañana, sin sorprenderse de encontrar vacío el local. En eso una mujer con cara de profesora de primaria mal pagada, le entregó una papeleta, dirigió sus pasos hasta un cancel, sin que nadie se percatara de su nerviosismo. Era un soñador como la mayoría de los pocos jóvenes que irían a votar ese día.

Ya en el bastidor que lo separaba de los ahí presentes, se aisló mentalmente de lo que le rodeaba, con el plumón en la mano supo que su decisión no sería fácil. Los candidatos no supieron cómo despertar el entusiasmo de la ciudadanía. Las caras en los cartelones no le decían nada. El slogan de que “Estamos a tu lado” apelaba a una memoria muy corta, como si nada hubiera sucedido en el reciente pasado. El lema de “Quítale el freno al cambio” le daba rabia pues sabía que ese cambio estaba subido en una locomotora de vapor, abandonada en alguna polvorienta estación, a cuya caldera que no le habían provisto de agua. La propaganda de los partidos no dejó huella en su ánimo, pensó. No quería dejarse llevar por una munificente publicidad de algunos candidatos cuyas fotos aparecían en grandes espectaculares, a los que medios electrónicos les difundían sus mensajes con un costo millonario. Tampoco quería votar por candidatos de partidos cuyos programas de gobierno le eran desconocidos. Se rascaba la cabeza, como lo hacen las personas que dudan sobre qué camino seguir, sin que atinara a tomar una resolución.

El joven que dudaba a quién darle su voto, pensaba que su decisión era trascendente para el futuro de la nación. Su intuición le decía que votara por aquellos que ayudarían al Gobierno Federal a desatascar sus deseos de mejorar al país, pero tropezaba con la duda de ¿sabrán hacerlo?

Hasta ahora no había oído más que promesas incumplidas. Por otro lado, cavilaba, los que derivaban su candidatura de componendas con el poder público no les importó atentar contra su propio partido, al poner sus intereses personales por encima de la democracia que para que sea plena, se decía, debe alcanzar al interior de los partidos. Los artífices de la maniobra no la bailan sin huarache, dado que si los candidatos destapados ganan los comicios, los bonos políticos del mandatario subirían. Ah canijos, se dijo, esbozando una amarga sonrisa, estos politicastros son capaces de sacarle el zumo a una piedra. El elector tomó la cédula, cerró los ojos, sin pensarlo más puso una tacha en el papel, lo depositó en la urna, respiró profundo, como alguien que se hubiera deshecho de un pesado fardo y enseguida se alejó.

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