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Elecciones: la cuestión ya no es la froma, es el contenido

Lorenzo Meyer

el Problema es que la Democracia Mexicana no Logra los Acuerdos que Permitan Superar el Empantanamiento.- En teoría, una de las características de la democracia es la incertidumbre. Justamente para que los efectos negativos de esa incertidumbre en la selección del personal político —el veredicto de las urnas- no afecten la buena marcha de los asuntos públicos, las reglas del juego electoral deben ser claras, ampliamente respaldadas y arrojar resultados que no puedan ser impugnados. Pues bien, en las elecciones que están a punto de celebrarse en México, las reglas ya son fundamentalmente claras, cuentan con la aprobación de la mayoría ciudadana y su puesta en práctica es razonablemente satisfactoria, por tanto el país ya está en posibilidad de aceptar la incertidumbre que generen los comicios. Sin embargo, lo paradójico es que ahora, cuando finalmente estamos en posibilidad de hacer frente a la indeterminación de los resultados, esa incógnita o duda está ausente de la próxima elección federal, aunque no de algunas estatales. En efecto, ya desde ahora, tenemos la certidumbre sobre los resultados y su consecuencia: nada sustantivo va a cambiar. Y en las actuales circunstancias, esa es una noticia con consecuencias ambiguas. En la etapa clásica del antiguo régimen, el priista, en el campo electoral sólo campeaba la certeza. No había dudas en cuanto a las reglas -todos sabían que las verdaderas no estaban escritas y que los dados estaban siempre cargados- ni tampoco sobre los resultados: el único triunfador era el partido de Estado. La incógnita estaba en otra parte, en cuál sería el estilo de gobernar del triunfador, cuál la naturaleza de equipo y compromisos adquiridos, etcétera. No deja de ser irónico, por tanto, que hoy, cuando hay un nuevo régimen basado en elecciones libres y equitativas, también sepamos de antemano el resultado de la elección y que éste pueda prolongar el empantanamiento del proceso político. Y es que gracias a las encuestas de opinión, desde ahora sabemos, grosso modo cuál será el resultado -la última encuesta del Reforma, levantada entre el 13 y el 15 de junio y publicada el 23, le da 38% al PRI, 33% al PAN y 19% al PRD, pero otras colocan aún más cerca al PRI y al PAN hasta casi igualarlos— y es justamente ahí donde reside un problema potencial. Todo indica que la decisión de los electores es mantener el status quo, conservar en la Cámara de Diputados una correlación de fuerzas similar a la que había en la legislatura que ha concluido y que es la propia de una estructura de “dos partidos y medio”. En principio no hay nada malo en la ausencia de una fuerza dominante -tras setenta y un años de PRI, bienvenida la pluralidad—, lo nocivo está en la incapacidad o falta de voluntad de las dirigencias de los partidos para llevar a cabo las negociaciones que concluyan en acuerdos de fondo que permitan destrabar la complicada agenda nacional.

La campaña electoral en curso se caracteriza por la ausencia de un gran debate en torno a la agenda y al futuro nacional posible y al deseable. La propaganda “clásica”, la de carteles y bardas, no dice nada más allá de presentar las once siglas partidistas y la imagen maquillada de los respectivos candidatos. En radio y televisión, lo que hay son frases cortas —algunas ingeniosas, pero nada más— y descalificaciones del “otro”. A nadie puede extrañar que la encuesta citada del Reforma nos diga que sólo al 11% le importe mucho la elección por venir, y al 55% poco o nada.

Si se acepta como válida la caracterización de la democracia moderna elaborada hace sesenta y un años por Joseph A. Schumpeter (1883-1950), entonces el verdadero valor de ese sistema de gobierno depende poco de sus formas y mucho de sus logros, pues finalmente es sólo un medio para organizar la vida colectiva de manera satisfactoria para el ciudadano. Y para llegar a las decisiones fundamentales que en cada etapa histórica den respuesta legítima y provechosa a las demandas de esa mayoría, es necesario que las élites que se disputan el poder, presenten proyectos alternativos de gran significación, de otra manera el voto no es más que una forma vacía que a la larga perderá su eficacia como medio civilizado para dirimir las contradicciones y conflictos generados por la división de clases y la economía de mercado. Desde esta perspectiva, es ya claro que las próximas elecciones legislativas dejan qué desear. Hoy el mexicano no tiene frente a sí verdaderas alternativas. La información que los partidos le dan sobre la agenda nacional y la forma en que busca desahogarla es mínima y las opciones carecen de significado; el abstencionismo será del 50% o más.

La Reacción ante la Democracia que Tenemos.- Es ahora posible saber qué es lo que piensan los ciudadanos sobre el régimen democrático que apenas están estrenando. Latinobarómetro -una institución demoscópica con sede en Santiago de Chile-, encontró que el 63% de los mexicanos apoyaban a la democracia. Y esta cifra adquiere pleno sentido al considerar que el promedio Latinoamericano es de 56% y el mayor apoyo es de 77% (Costa Rica y Uruguay) y el menor es 37% (Brasil). El dato anterior viene acompañado de otro que ya no es tan positivo, pues resulta que 49% de los mexicanos encuestados respondieron afirmativamente a la siguiente aseveración: “No me importaría que un gobierno no democrático llegara al poder, si pudiera resolver los problemas económicos y dar trabajo a todos”. Como sabemos, justo cuando la democracia llegó a México, la economía se estancó como reflejo de la depresión norteamericana; el empleo informal fue en aumento y el poder adquisitivo del salario es hoy menor en 10% al de 1994. En fin, sí la democracia sirve para dar satisfacción a las necesidades de los ciudadanos entonces la nuestra, de seguir como va, corre el peligro de convertirse en irrelevante. A la pregunta de Latinobarómetro “qué tan satisfecho esta usted con el funcionamiento de la democracia en México”, sólo el 18% respondió “muy satisfecho” o “más bien satisfecho”. En Costa Rica la diferencia entre apoyo a la democracia (77%) y satisfacción con la misma (76%) es del 1%, en contraste, en México del 45%. De ahí la gran pregunta: ¿por cuánto tiempo más será posible mantener esa contradicción sin que afecte el funcionamiento del nuevo régimen? Nuestra actitud respecto de la “democracia real”, la que efectivamente tenemos, es mala al punto que sólo es peor la de paraguayos, argentinos, colombianos y ecuatorianos. Y teniendo en cuenta los problemas que han tenido los regímenes de esos cuatro países en los últimos años, sólo queda exclamar ¡Vaya consuelo!

La Clase Política.- Y siguiendo con las encuestas del Reforma, los datos publicados el primero de junio aseguran que pese a su disgusto con los resultados del sistema de gobierno, el 64% de los encuestados le dieron una calificación positiva al presidente Vicente Fox. Entonces y según las percepciones de los ciudadanos ¿dónde reside el problema? Quizá la “Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas” publicada el año pasado por el INEGI y la Secretaría de Gobernación, pueda darnos una buena pista relacionada con las actitudes en torno a las próximas elecciones. En efecto, mientras el 52% de los encuestados dijo tener mucha o alguna confianza en el Presidente, la proporción bajó al 36% en relación a la Suprema Corte, al 26% en el caso del Poder Legislativo y apenas al 24% en relación a los grandes actores de la democracia: los partidos. Una perspectiva un tanto diferente pero en el mismo sentido, ofrece la encuesta de la firma Olivares Plasta Consultores efectuada en mayo de este año; ahí el 50% dijo no confiar para nada en los políticos en general pero ¡el 61% afirmó lo mismo cuando se trató de los diputados en particular! Es evidente que una mayoría ciudadana, casi la misma proporción que dice apoyar a la democracia como la mejor forma de gobierno, tiene en muy baja estima precisamente a aquellos a los que se va a elegir el seis de julio y que son también, en teoría, los que le representan de manera más directa en la cúspide de la estructura de poder. La mala imagen de los legisladores viene de muy atrás -de fines del siglo XIX— y los cambios de régimen habidos desde entonces no la ha modificado ¿Es injusta hoy esta percepción? Hasta hace muy poco, diputados y senadores eran meros peones de la presidencia, pero hoy ya son actores fundamentales del quehacer político. Desde el Ejecutivo se acusa a la oposición en el Legislativo de ser el “freno al cambio”, pero las cifras nos dicen que las cámaras han aprobado más del 70% de las iniciativas de ley que les ha enviado el Ejecutivo; el freno a la transformación se encuentra en otra parte.

La existencia de un gobierno dividido en dos partidos y medio ha dado por resultado que con frecuencia las fuerzas en pugna se hayan neutralizado unas a otras y que algunas reformas propuestas por el Ejecutivo hayan sido modificadas hasta convertirlas en frankesteins —como fue el caso de la legislación indígena o de la reforma fiscal— o simplemente no han salido —como sucedió con la reforma energética o laboral. Ahora bien, finalmente, los ciudadanos son también responsables de ese empate de fuerzas que en estos dos años y medio con frecuencia se ha traducido en empantanamiento. En términos políticos poco más de un tercio de los votantes apoyan al PRI a pesar de su historia de corrupción y de la ausencia de una verdadera ideología o proyecto nacional, pues lo mismo puede estar en el centro, que en la derecha o en la izquierda; otro tanto apoyan al PAN, un partido que agrupa a varios tipos de derecha; finalmente, una minoría equivalente a la mitad de cualquiera de los dos anteriores, da su apoyo al PRD, que es la expresión más importante de la izquierda histórica mexicana pero que consume buena parte de sus energías en la lucha interna. No hay, por tanto, una voluntad mayoritaria detrás de un proyecto específico, al menos no al nivel nacional. México alcanzó a la democracia después de casi dos siglos de perseguirla, pero no sabe en que sentido quiere usar tan delicado instrumento.

La Neutralización de los Contendientes, un Problema Añejo.- En principio, un gobierno democrático dividido puede funcionar bien a condición de que las principales fuerzas del espectro partidista se propongan construir o encontrar una zona donde puedan negociar. Y negociar en democracia significa partir del derecho del otro a existir, a no ser destruido y donde se está dispuesto a ceder algo a cambio de que los adversarios —que no deben ser considerados enemigos permanentes— cedan algo. Desafortunadamente, en la primera mitad del primer gobierno democrático, ni el presidente Fox, su partido o la oposición, supo o quiso construir a tiempo y bien el terreno de los acuerdos. Nada impide que en esta segunda mitad se pueda cambiar el estilo de gobernar y menos cuando la oposición empieza a considerar la posibilidad de llegar a controlar el Ejecutivo y le interesa desde ahora llevar a cabo reformas que le puedan beneficiar a partir del 2006, como la fiscal, por ejemplo.

No es esta la primera vez que un empate de fuerzas causa serios problemas a México. Al iniciar el país su vida independiente en el siglo XIX, los dos grupos o facciones en que pronto se dividió la clase política —esos que finalmente vinieron a ser conocidos como liberales o conservadores- pronto llegaron a un equilibrio catastrófico de fuerzas; no quisieron negociar, pudieron neutralizarse varias veces pero ninguno pudo imponerse de manera definitiva sobre el otro. Y ese empate dio lugar a un largo y sangriento conflicto que desgastó a la sociedad, hizo perder al país un tiempo precioso en su proceso de modernización y creó las condiciones para golpes militares, dictaduras e intervenciones extranjeras. Mil veces los líderes proclamaron su deseo de lograr la “felicidad de la patria” y otras tantas, con sus actos, alejaron esa posibilidad. Tenemos, debemos y podemos, evitar la repetición de un nuevo equilibrio catastrófico.

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