Con su enorme capacidad para inventar mitos, construir parteaguas y desconsiderar la realidad, la clase política ahora se empeña en marcar el seis de julio como el día “D” en que se resolverá el destino nacional. Según su pobre lógica, en esa fecha y boleta en mano, la ciudadanía determinará de una vez por todas si el país debe avanzar, retroceder o quedarse donde está. Así de simple.
La realidad, sin embargo, ese pequeño problema con el que a cada rato tropieza la clase política, no alienta el nuevo mito: el número de asientos en la Cámara de Diputados tendrá alguna variación desde luego, pero no de tal magnitud que le permita a tal o cual partido hacerse de una cómoda mayoría y, como agregado, el Senado permanecerá tal y como está. La correlación de fuerzas en el Congreso tendrá alguna variación pero no modificará sustancialmente su composición y, por ende, el país no resolverá en esa justa si debe ir p’atrás o p’adelante.
La elección será importante, pero no determinante. Quizá, más importante y determinante en el porvenir del régimen de partidos y del curso del sexenio resultará la selección de candidatos de las tres principales fuerzas políticas. Un procedimiento donde la ciudadanía no incidirá mayormente. Ese procedimiento será un juego de eliminación entre las corrientes que cohabitan en las fuerzas políticas y, con base en él, se tratará de perfilar al grupo hegemónico que domine a cada partido para, entonces, precipitar la sucesión presidencial.
Por eso resultan más importantes y determinantes las eliminatorias que la elección federal. En medio de la descomposición de la clase política, las eliminatorias constituyen un deporte extremo: es un juego de sobrevivencia. A la elección no irán los mejores, irán los sobrevivientes del ajuste interno de cuentas al que cada partido le quiere poner fin de una vez por todas.
*** Mal no harían los dirigentes políticos, partidistas y gubernamentales, en mirar con cuidado el juego que traen entre manos, es un juego peligroso que, como se vio en 1994, invita a la violencia. Jugar a la eliminación de los adversarios internos es más rudo que competir con los adversarios externos.
Frecuentemente se habla de la incapacidad de los partidos y del Gobierno para construir acuerdos pero, en el fondo, el problema no está en ese desentendimiento sino en el que prevalece al interior de las fuerzas políticas y al interior del propio Gobierno. Es absurdo exigir acuerdos nacionales, cuando ni siquiera las dirigencias partidistas y gubernamental consiguen construir acuerdos al interior de los institutos o instituciones que encabezan. Hablar de reformas estructurales sin reformadores, es un ejercicio sin sentido.
Lo brutal del juego en que se están insertando el Gobierno y los partidos es su carácter eliminatorio. Juegan a restar al adversario interno, no a sumarlo. El arte de la negociación y la ética política brillan por su ausencia en la conducta de la élite política. Es un juego eliminatorio, no selectivo. Ocurre en el Gobierno, en el PRI, en el PAN y en el PRD y, frente a esto, se regocijan los partidos pequeños que ven en la pepena política, la oportunidad de crecer su presencia en la Cámara de Diputados, de crecer en los recursos económicos y en las prerrogativas políticas, todo sin crecer como organizaciones políticas. El panorama es lamentable: en los partidos grandes, de los muertos quieren sacar vida; en los partidos chicos, del cascajo quieren hacer su botín.
*** En la superficie del partido tricolor, el juego eliminatorio se concentra entre el presidente y la secretaria general del partido, Roberto Madrazo y Elba Esther Gordillo. Y es absurdo porque ambos constituyeron una fórmula para evitar que Beatriz Paredes y Javier Guerrero se quedaran con la dirigencia del partido; Madrazo y Gordillo ganaron esa partida y, ahora, juegan a eliminarse entre ellos. La oportunidad y la arena se las ofrece el lanzamiento de las candidaturas a la Cámara de Diputados, ahí tendrá verificativo la gran contienda.
Pero ahí no quedan las diferencias al interior del PRI, un tercero en discordia, un tercero en buscar la hegemonía en el partido, son los gobernadores. Se reconocen ya como un factor real de poder dentro del partido y no ven, entonces, por qué facilitarle las cosas a la dirigencia nacional. Ellos pondrán a los candidatos uninominales en su feudo y litigarán la integración de las listas plurinominales. Y, por si eso no bastara, los propios sectores del partido saben que en la integración de las candidaturas se juegan su propia sobrevivencia. Ahí cobran sentido las amenazas que, en realidad, son un chiste de Leonardo Rodríguez Alcaine: irse del partido si no se reconoce la fuerza del sector obrero, es tanto como amenazar con un suicidio. Ahí cobran sentido los golpes por deponer a Heladio Ramírez de la central campesina. Ahí cobra sentido la oportunidad de Manlio Fabio Beltrones de reconstituir, por la vía del sector popular, la corriente que representa en la contienda interna.
Atrás de ese numeroso elenco semejante a una gran compañía circense, se perfila una lucha fratricida entre los dueños del circo tricolor. Detrás de ese aparente pleito de cantina, la nomenclatura y el salinismo parecieran dispuestos a ponerle fin a la disputa que arrastran sin solución desde hace años. Quieren saldar su pleito por una sencilla razón: desconsideran al Gobierno, no ven en él un adversario serio y, entonces, creen que si es cosa de tiempo la recuperación del poder de una vez quieren definir quién se va a quedar con él.
Por eso, rechazan posponer el ajuste interno de cuentas. El 2003 es un juego de eliminación.
*** En Acción Nacional la pugna interna es más comedida, pero no por ello menos dura.
El que el líder de la fracción parlamentaria del Senado, Diego Fernández de Cevallos, deje en claro que de haber mayoría albiazul en la Cámara de Diputados, esa mayoría no será del Presidente de la República, sino del partido, perfila claramente el juego de eliminación dentro del panismo.
Poco le importa reconocer a Fernández de Cevallos que, además de ser representantes del partido, los diputados deben ser representantes populares. En el concepto de Fernández de Cevallos, el electorado es un mal necesario, un conglomerado al que hay que recurrir para colocar a los hombres del partido en el Congreso. Sólo para eso sirve el electorado: para fortalecer al partido sin que el partido represente a ese conglomerado. El planteamiento de Cevallos deja ver muy a las claras que el juego dentro de Acción Nacional también tiene un carácter eliminatorio: foxismo o doctrinarismo. Diego y los suyos van por la revancha.
En medio del tira-tira entre Fernández de Cevallos y el presidente Vicente Fox, aparece Luis Felipe Bravo que no sabe, bien a bien, a quién arrimarse porque después de todo la estrategia electoral no la trae él, sino Carlos Medina Plascencia. Lo único que trae Luis Felipe Bravo es su propia incapacidad como dirigente partidista y a Manuel Espino, un chivo en cristalería que tiene por corral la secretaría general del partido. La función de Espino está muy bien delimitada: consiste en demostrar que Luis Felipe Bravo es un mal dirigente, pero él es peor, cosa que beneficia a Bravo.
Lo interesante de la lucha eliminatoria de Acción Nacional es ver qué fuerza terminará por controlar al partido: el foxismo o los doctrinarios.
Lo que está claro desde ahora es que Acción Nacional no es ni quiere ser un partido en el poder.
*** El caso del Partido de la Revolución Democrática no es distinto al resto, salvo por una razón: tiene frente a sí la oportunidad de crecer frente al cuadro que presentan el panismo y el priismo, pero se empeña sin querer en dejar escapar la oportunidad.
Sin dirigencia sólida, sin proyecto político, sin debate serio, sin respeto a sus propias reglas y dedicada a recoger lo que deja el PRI y a montarse acríticamente en cuanto movimiento surja, la élite perredista quiere tender una cortina para ocultar pudorosamente su lucha interna.
La dirigencia perredista que tanto critica el recurso de la popularidad como un indicador político consistente, dejó de lado la democracia interna para insertarse en la encuestocracia. Que las encuestas resuelvan lo que el partido no puede resolver.
Nadie cree que, al final, las encuestas vayan a determinar quiénes serán postulados pero, suponiendo que así fuera, no deja de ser lamentable que una fuerza de izquierda tenga como mayor valor el de la popularidad en el lanzamiento de sus candidatos. En esa lógica, no llegarán los mejores sino los más populares. Ahí está el filósofo político Félix Salgado Macedonio para defender el valor de la popularidad.
*** Varios factores conspiran contra la riqueza del ejercicio electoral de este año.
Son factores de lo más variados. El carácter intermedio de la elección, es uno. El crecimiento del abstencionismo en el país, es otro. El mismo carácter determinante con que la quieren revestir los partidos, es uno más. La incapacidad para colocar al centro del debate los asuntos del interés nacional, es otro más.
Varios son los factores que conspiran contra la elección, pero lo más increíble es que uno de ellos, quizá, el principal, sean los propios partidos y el Gobierno. La incapacidad mostrada para favorecer el desarrollo nacional, los pleitos y los escándalos en su interior, la imagen que han hecho de sí mismos en el quehacer legislativo y parlamentario, las presuntas transas del PRI y el PAN para financiar su campaña presidencial anterior y el afán de utilizar esas transas como elemento de la elección actual, constituyen los principales factores que conspiran contra la elección. Es increíble.
Ante ese cuadro, es obligado cuestionar para qué promover con tanta desmesura una elección si, en el fondo, los propios partidos no saben a quién postular. Para qué promover con tanta desmesura una elección que, en el fondo, no será tan determinante como se quiere presentar. Para qué promover con tanta desmesura una elección, si el juego más importante y determinante será el juego de eliminación al interior de los partidos. Un juego que, como va, quiere dejarle al electorado como candidatos a los sobrevivientes de una lucha sin cuartel.
Ese juego el país ya lo vivió. 1994 ya pasó, no hay por qué repetirlo. El país lo pagó muy caro.